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Papeles de Nunca Jamás por Esther Requena se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-LicenciarIgual 3.0 Unported.

domingo, 16 de enero de 2011

EL CABALLERO DEL BOSQUE


En pocos segundos se colocaron en fila, esperando la señal para salir al campo. La tensión había espesado el aire del vestuario y condensado un silencio solemne en el que se ahogaron los gritos de ánimo, las bromas y las arengas. Desde que empezó el campeonato, con el ingenio de unos y de otros, los muchachos habían inventado una especie de ceremonia destinada a conjurar la buena fortuna. Él, que durante toda su vida había sostenido que la mayor suerte es un trabajo bien hecho, comprendía que los jugadores, tan jóvenes, necesitaran sus rituales. Además así se hacía equipo, y de eso se trataba.
     Ahora, en la fila, a unos segundos de la hora de la verdad, les veía ensimismados, lidiando con la presión cada cual a su manera: Algunos botaban sobre uno u otro pie o se aferraban a la medalla que colgaba del cuello. Otros musitaban, quizá oraciones, con la vista baja. El capitán, impertérrito, miraba al frente, a la escalera que pronto subirían, con los tendones del cuello tirantes, como las bridas de un caballo que le empujara hacia el terreno de juego.
     Se alegró de que desde allí no se oyeran los bramidos de la afición que llenaba el estadio ni aquellas vuvuzelas del demonio. Siempre había odiado que ese estallido de pasiones masivas se filtrara hasta el vestuario, corrompiendo la concentración previa al momento de salir al campo, cuando uno necesita sentirse dentro del cuerpo y regir los músculos y los nervios...cuando uno toma consciencia de que el anhelo de muchas almas reside en la punta de sus botas.
     El recuerdo de un incidente de su época de alevín le estalló en la mente como un rayo en mitad de una tormenta: era un torneo de verano, en el pueblo de al lado, el de los enemigos. Se sentía fuerte, casi invencible, él y los demás chicos, que habían fanfarroneado lo indecible con que ese año les arrebatarían la copa. Todos lo daban por hecho. Pero, cuando ya estaban dispuestos para salir a aquella era mal llamada campo de fútbol, unos arrapiezos del lugar, azuzados por otros gañanes de mayor edad, comenzaron a insultarlos con tal saña, maldad y precisión, que tanto él como los demás se abalanzaron sobre ellos y aquello terminó con una pelea general en la que elodio atávico entyre los dos pueblos se impuso sobre el fútbol. Cuando llegó a su casa, magullado y vencido, su padre le echó una monumental reprimenda. “Un hombre sabe lo que quiere y va a por ello de frente, sin dejar que la envidia y la mala fe de otros le ganen la partida”
     Aquello se le había quedado grabado en el alma. En un mundo como el del fútbol, y más en los tiempos que ahora le había tocado vivir, eran el dinero y el espectáculo los que habían ganado la partida. Por eso, a pesar de todo y a pesar de muchos, él y los muchachos que estaban en fila, esperando la señal, habían decidido salir al estadio a jugar al fútbol. Siendo equipo. Jugar para que la gente disfrutara con una buena estrategia, con un buen pase, con un regate. Con un gol.
     Jugar limpio, jugar unidos. Conocer y aprovechar lo mejor de cada uno. Luchar y sufrir con la cabeza alta. Y ojalá, ojalá, ver cumplido el anhelo de tantos, algo que parecía muy lejano, casi inalcanzable, cuando el avión aterrizó en Sudáfrica.
     Y luego estaba Álvaro, claro, que le había recordado veinte veces la promesa que le había hecho antes de partir. Sólo por él, por darle esa inmensa alegría , por verle subido en el autobús y rodeado de sus ídolos, había merecido la pena el camino andado.
     Cumplir los sueños de otros...de su hijo, del equipo, del país entero, de tantos y tantos...cumplir su propio sueño, el que le había acompañado toda su vida, tocar el cielo, ganar para España el Mundial de fútbol...
     Sonó la señal y Vicente interrumpió sus cavilaciones, se santiguó y subió la escalera tras el último de los muchachos.
     Como un caballero antes de la batalla final.

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