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martes, 30 de octubre de 2012

CENICIENTA




CENICIENTA

La madre de Daisy murió de repente, cuando la niña sólo tenía cinco años. Sus tías eran tremendamente pobres, apenas disponían de medios para alimentar a sus propios hijos, por lo que pidieron al padre de Daisy que se hiciera cargo de la niña. El padre mandó dinero para el viaje y Daisy aterrizó en Madrid, sola, asustada y no pudo reconocer en aquel hombre que no se atrevía a abrazarla a su papá, al de la foto que presidía el salón de su casa de Guayaquil.
Daisy y su papá comenzaron una nueva vida juntos compartiendo con otra familia un piso diminuto en el barrio de Tetuán. La otra familia se componía de un matrimonio con dos hijas de parecida edad a la de Daisy. Desde el primer momento aquellas niñas y ella no congeniaron. Eran muy diferentes: Daisy era callada, comprensiva y dulce. Las otras eran caprichosas, egoistonas y muy, muy envidiosas. Eran el retrato en miniatura de la madre. Por la noche Daisy lloraba bajito para que su padre no la oyera. Echaba de menos a su mamá, a sus tías y primos y a su vida en Ecuador.
Una noche la policía llamó a la puerta de su casa: unos guardias malencarados se llevaron preso al marido de aquella señora y, poco después, Daisy pudo enterarse que ese señor tendría que cumplir una larga condena en la cárcel. Drogas, creyó oír.
Al poco tiempo su padre le dijo que, a partir de aquella noche, pasaría su camita al cuarto de las otras dos niñas. Él dormiría con la mujer. Le pidió que, a partir de ese momento, le llamara mamá.
A partir de entonces, todo cambió para Daisy. Su padre encontró un magnífico trabajo como camionero. Ganaba mucho dinero recorriendo Europa con su camión, pero pasaba semanas y semanas lejos de casa. Se iba tranquilo pensando que su pequeña estaría atendida con cariño y, que pronto empezaría el colegio, que podría estudiar, tener educación, un buen empleo, quizá una carrera universitaria...se sentía feliz y esperanzado y, cuando regresaba, lo hacía cargado de regalos: vestidos, joyas, juguetes. No podía evitarlo: los mejores y más bonitos eran para su pequeña Daisy, la niña de sus ojos.
La realidad era muy distinta: cuando el padre volvía a emprender viaje, Daisy era despojada de todos sus regalos, y comenzaba para ella un calvario de insultos y vejaciones. La obligaban a hacer todas las tareas de la casa, a servir como criada a las tres y la amenazaban con tremendas palizas si se atrevía a contar a su padre lo que ocurría cuando se quedaban solas en casa.
La mujer tenía totalmente engañado tanto al padre de Daisy como a la vecindad del barrio, que no lograba comprender del todo cómo aquella niña tan triste, siempre sucia, siempre mohína, era capaz de amargar la vida a aquella pobre mujer y sus hijas que se habían hecho cargo de ella. La mujer y sus hijas eran tres actrices, capaces de engañar a todos.
Llegó el momento en que Daisy debía empezar el colegio, y fue matriculada en el del barrio. Ella deseaba que llegara aquel momento, tenía auténticas ganas de aprender, de cumplir los sueños de su padre. También ella soñaba, quería ser maestra y volver a su país para enseñar a los niños pobres de allí.
La mujer y sus hijas se rieron de ella cuando se atrevió a preguntar por la cartera y los libros.
-         ¡Sonsa, sonsa! Tu sitio está aquí, en la cocina o planchando la ropa. Y con tu beca nos compraremos muchas cosas lindas. ¡Sonsa, peluda!
Daisy lloró. Lloró como nunca había llorado. Lloró tanto que se quedó sin lágrimas y, entonces, pensó que como ya no iba a poder llorar más, mejor era pensar en algo para poder ir al colegio y llegar a ser maestra. Se secó las últimas lágrimas y, aprovechando que la habían dejado solita en casa, abrió como pudo la puerta y salió a la calle.
Fuera llovía. Buscó a una mujer mayor que tuviera cara de buena y cuando la encontró no dudó en preguntar:
-         Señora, por favor ¿podría decirme dónde está el colegio?

Fue la señora Paca, la frutera, la que me trajo a Daisy. Llegaba con los harapos empapados, terriblemente sucia, flaca y consumida por la fiebre. Sólo sabía decir su nombre y que quería ser maestra. No pudo decirnos dónde vivía, sólo que desde la ventana de su cuarto se veía, a lo lejos, la montaña y que su padre estaba de viaje siempre, con el camión.
Por la noche fui a verla al centro de acogida. Había algo en aquella niña que me conmovía profundamente, a pesar de que hacía tiempo que había desarrollado una muralla que me protegía de la desgracia y que a su vez me permitía trabajar con eficacia en aquel colegio de barrio pobre, casi marginal, que se había convertido en lo más importante de mi vida. Daisy me reconoció y se alegró de verme. Y sólo con mirarnos, firmamos un pacto silencioso en el que yo pasaba a ser su hado madrino y ella dejó de ser la Cenicienta.
Quince años nos separan a Daisy y a mí de aquel momento. Ella terminará magisterio el próximo año y se ha convertido en una linda morenita, esbelta y fuerte como un junco, que no quiere ser princesa, sino cooperante. A su padre se le cae la baba mirándola. Ninguno de los dos quiere recordar a la mala mujer y a sus hijas. Todos los jueves cenamos juntos los tres, unas veces en su casa; otras en la mía.
Yo soy, simplemente, quince años más viejo.