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domingo, 16 de enero de 2011

OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS


El taxista le dedicó una mirada de desdén cuando le indicó que la llevara a la “Oficina de Objetos Perdidos”.
― ¿Cómo que oficina? ¡Se nota que usted no es de aquí, de Madrid!

Cuando llegamos al destino, tras dejar atrás la ciudad y recorrer un erial reseco por una absurda carretera acribillada de rotondas,  comprendí el motivo de la jactancia del taxista. En medio de la nada se alzaba un edificio mastodóntico, una gran torre circular de aspecto metálico, sin vanos, como un inmenso tubo de desagüe. Sentí un escalofrío al ver aquel lugar solitario y amenazante, apenas me atrevía a bajar del vehículo. Negocié con el taxista y conseguí que esperara mi regreso sin que el taxímetro siguiera corriendo. No tenía intención de quedarme mucho tiempo en ese lugar inhóspito: sólo recuperar mi cartera si es que efectivamente se encontraba allí.
La sensación de desolación se convirtió en sorpresa cuando entré en el edificio: aquello parecía la terminal de un aeropuerto. Miles de personas pululaban por un inmenso atrio en el que pantallas luminosas parpadeaban números, voces en off decían nombres y apellidos y cientos de mostradores amontonaban a su alrededor personas, miles de personas que gesticulaban. Había gente, muchísima gente. Me acerqué a una señorita uniformada y ella, amablemente me acompañó al mostrador principal, el que estaba señalado con la palabra “INFORMACIÓN”
―Allí le indicará a qué sección debe dirigirse. Coja usted número y espere a que le llegue el turno. Como en las carnicerías, vaya.
Tras el mostrador, cinco funcionarios se afanaban. Tenían una organización eficaz que les permitía atender a los usuarios en grupos de tres, por lo que la espera no se me hizo larga.
Me tocó el puesto nº 8. El funcionario se llamaba Napoleón Bonaparte, lo supe por la placa que lucía en la solapa de su uniforme. No me resultó extraño. Tampoco me extrañó que no me extrañara, quizá fuera su traje de terciopelo rojo, o su mano izquierda oculta bajo el pecho.
―Usted dirá―le dijo al señor que tenía el número anterior al mío.
―Se trata de mi reloj. Creo que se me cayó en el autobús M-65, el que va de San Martín del Pimpollar a aquí, a Madrid.
Le describió el reloj con detalle, mientras el Sr. Bonaparte le miraba de la manera inteligente y audaz con que Ingrés le pintó en su inmortal retrato.
―Yo es que cada día cojo ese autobús, el primero, a las seis y media de la mañana, porque vivo allí, pero trabajo aquí. Calidad de vida, oiga, pasaré dos horas de ida y dos de vuelta para llegar al trabajo, pero mire usted, levantarme por la mañana y escuchar el trino de los pájaros…
―Ya, ya― le contestó Napoleón―Ya lo veo: usted ha perdido el tiempo. Suba a la planta 4ª, sección 8-B y allí se encargarán de su reloj y de su tiempo.
Después le tocó el turno a un joven trajeado que no había parado de hablar por su teléfono móvil mientras deambulaba nervioso.
―Le digo que se trata de una documentación muy importante y confidencial. Mire: hay negocios que dependen de que ustedes me entreguen la cartera con prontitud; hay mucha gente y muy poderosa esperando para estampar la firma en esos papeles. Hay mucho dinero en juego. No me obligue a llamar por teléfono y presentar una queja de este servicio, señor…hum…Bonaparte. Usted no sabe con quién está hablando.
―Dígamelo usted― le espetó Bonaparte con el mismo tono de voz con el que le hubiera enviado al cadalso o al destierro.
―Soy el  concejal de Urbanismo de….
―Bien: ha perdido usted la dignidad y la vergüenza, quizá también la credibilidad. Diríjase a la sección 28 barra 10, en la planta catorce.
Cuando llegó mi momento, reconozco que estaba nerviosa. Me imponía el lugar, me imponía tener tan cerca a Napoleón, darle explicaciones. Hubiera preferido que fuera el funcionario de al lado,  Jim Morrison, el de los Doors el que me atendiera, aunque se hubiera quitado la camiseta. Nunca se me había dado bien la Historia.
Sin embargo Napoleón me miró con dulzura, sin fruncir el ceño y, de pronto, comprendí a Josefina de Beauharnais, incluso me acordé a la primera de su apellido. Aquello era una buena señal, sin duda.
―Majestad―le dije con una sutil inclinación de cabeza tras explicarle todo el asunto― Estoy desesperada. No puedo regresar al pueblo sin haber acudido a esa entrevista de trabajo.
― Tranquila, ciudadana. Vuelve a describirme toda la documentación que llevabas. Si soy capaz de dar con la sección adecuada, verás cómo en seguida recuperas todo. Repíteme, por favor.
― Mi título de licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Wildstone; el del máster en Investigación Periodística en la Red de Redes y el de Ética Aplicada a la Comunicación; los certificados de la Escuela Oficial de Idiomas de francés, inglés, alemán y chino; el de Experta en Ofimática (incluído Windows 7), diseño de webs y programación en 3-D, la vida laboral con los  cuatro años de becaria y…el precontrato.
― Precontrato ¿de?
― De obra. En el Mc Donalds de Princesa, en turnos de tarde y noche, seiscientos euros al mes.
― ¿Y de verdad quieres que encontremos ese precontrato, reina?
― Y que quiere que le diga, Majestad. Hay que comer y pagar la casa. Antes tengo que pasar el proceso de selección y el mes de prueba. Es lo que hay, Monseñor…la vocación no te paga los recibos.
― ¡ Ay, ciudadana! Me temo que has perdido la ilusión, con lo joven y lo mona que eres…

Me indicó la sección. Quiso incluso acompañarme, apiadado de mi cruel destino, pero se lo impidió Jim Morrison y Ninette, la del señor de Murcia, diciendo que ya se le había pasado la hora del café.

En el negociado de Ilusión Perdida fueron muy, muy amables conmigo. Encontraron rápidamente mi cartera con todos los documentos y no pararon de sonreírme y de animarme:
― Déjate de Mc Donalds y prepárate la oposición, mujer, que aquí siempre salen plazas. ¿No ves que cada vez hay más gente que pierde cosas? El sentido del ridículo,  la credibilidad, el pudor, la salud,  el bonobús…
Salí de allí reflexionando seriamente sobre la propuesta. El taxista me esperaba con su chulería infinita y un palillo entre los dientes.
―Al Mc Donalds de la calle Princesa. Y rapidito, que llego tarde.



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