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Papeles de Nunca Jamás por Esther Requena se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-LicenciarIgual 3.0 Unported.

domingo, 16 de enero de 2011

INVÍTALO A PASAR


Cuando lo importante ocurría,  yo miraba para otro lado.
Cuando Andrés me presentó a Julia, yo sólo veía las páginas en blanco de mi próxima novela. Cuando me ofrecieron aquella casa, yo sólo comprendí que estaba lo suficientemente lejos de él y de todos aquellos que se compadecían de mí.
Cuando mi hijo me preguntó si podía invitar a su nuevo amigo a jugar en su cuarto yo sólo estaba atenta al tiempo que quedaba para tomarme la pastilla que me ayudaba a dormir y a olvidar.
Ahora ya no importa. No pierdo la poca fuerza que me queda dejando que, una vez más,  la culpa anestesie mi voluntad. Estoy esperando a que mi hijo vuelva, con la ventana abierta, mirando la noche. Impaciente.
La casa vuelve a estar vacía. No he dejado que nadie se quedara a mi lado. No lo comprenderían. Para qué explicar, para qué añadir otra angustia.
También Andrés se ha ido. Destrozado por el dolor y la culpa. Me ha rogado, me ha suplicado que me fuera con él. Hace tan sólo un mes su sufrimiento hubiera compensado en parte el mío al otro lado del fiel de la balanza. Ahora su presencia era tan inane como las demás. Asumió la representación de la familia que él había abandonado. Recibió, sereno los pésames y en todo momento mantuvo hacia mí una atención constante y delicada; sincera y desinteresada. Sentí algo similar al agradecimiento en algún lugar de mi reseco corazón. ¡Qué paradoja!
Andrés creyó la versión oficial  sobre la muerte de nuestro hijo. La de los médicos, la del certificado de defunción. Él no estaba a nuestro lado mientras la “enfermedad” iba consumiendo sus fuerzas y su frágil cuerpecito. Era verano, él y Julia aman viajar por encima de todo…qué importa ya. Andrés se ha ido sin reproches y sin mí. Alerta porque me conoce bien e intuye que algo más va a ocurrir. Algo importante. Él sí lo sabe, pero no tiene poder para oponerse a la determinación que ve tras mi rostro neutro de mujer sedada, de mujer rota. 
No fue leucemia. No fue un virus letal y feroz, como un jinete del apocalipsis, el que le dejó sin sangre, Andrés.
Fui yo, ausente y desmoronada, que no supe cuidar de nuestro hijo. No le presté la suficiente atención. Ponía su plato de comida, escuchaba su voz de niño solitario hablando sólo. Si me hablaba le contestaba, simplemente. A veces le abrazaba y lloraba sobre su cabello. Fui egoísta, como siempre. Le transmití mi desconsuelo y me lo llevé a aquella casa perdida y solitaria, lejos de la mirada de lástima de todos los que sabían que nos habías dejado.
Por eso aquella noche, cuando volvió del jardín diciendo que había encontrado un amigo y que si le daba permiso para jugar con él, fuera, le dije que sí, aliviada. Aunque no fueran horas para que dos niños corretearan por un jardín oscuro. Aunque ninguna familia normal permitiría que su hijo anduviera de visita en casa extraña.
Pero oía al niño jugar y reír. Una noche, y luego otra, y otra…El niño, al día siguiente tan cansado que apenas podía mantenerse en pie. Cada vez se levantaba más tarde, cada día más pálido, más inapetente. Sólo se recobraba al llegar la noche, cuando su amigo le llamaba y él salía al jardín.
Empecé a despertar de mi abulia y me preocupé.
¿Por qué no juegas con tu amigo en tu cuarto? Seguro que te gusta enseñarle tus muñecos…
Es que dice que no puede entrar en casa si no le invitamos.
Pues hazlo, hijo.
Como siempre te duele la cabeza…
No te preocupes, vida mía. Me gusta verte contento, y también verte cenar con tanto apetito. Además, no quiero que juegues fuera con esa niebla tan fría que cada noche se posa en el jardín. Por eso estás enfermo…
Aquella noche escuché la puerta de su cuarto y la voz de mi hijo hablando con alguien. No tuve fuerzas para levantarme de la cama y ser amable. Fuera, la niebla había vuelto a invadirlo todo. Dentro hacía mucho frío, un frío repentino y paralizante que se te clavaba hasta en el alma.
Al día siguiente, cuando fui a despertarlo, lo encontré sobre la alfombra, desmadejado, con apenas un hilo de vida. Cuando llegaron los servicios de urgencia ya estaba en coma.
Le llevaron al hospital y ya nunca despertó. Sólo al ponerse el sol, mi hijo convulsionaba de un modo atroz y de su boca salían sonidos que no parecianhumanos.
Tardó tres días en morir. Me acordé de llamar a Andrés al segundo, pero él no pudo llegar a tiempo. No pudo ver cómo se iba, en paz, sonriéndome…
No fue leucemia. No fue un virus letal el que le dejó sin sangre.
Pero si lo digo nadie me va a creer. Se apenarán de la pobre loca, la desquiciada que primero perdió al marido y después al hijo…
Es mejor esperar, con la ventana abierta a que mi hijo vuelva a mí. Mi cuerpo será su alimento de nuevo, como cuando sorbía ávido la leche de mis pechos.
La niebla que le trae se acerca, veloz y fría, comiéndose la luz de la luna.
Después ya nadie podrá separarnos.

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