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domingo, 24 de mayo de 2015

PERSIGUIENDO SOMBRAS (POR LA CALLE LA RÚA)



PERSIGUIENDO SOMBRAS (POR LA CALLE LA RÚA)

               La mayoría de los recuerdos que guardo de mi primera infancia tienen como escenario Cetina, el pueblo de mi madre, a orillas del Jalón, donde pasaba largas temporadas en casa de mis abuelos, bien cuidada y bien querida por una familia grande en número y corazón  que compartía casa en la calle La Rúa. Era la principal ventaja de ser la primera hija, nieta y sobrina en aquella época, la del “Baby-Boom”,  en la que una mujer debía criar tres hijos en cuatro años con un marido ausente, secuestrado por las horas extras y el sudor de su frente para sacar adelante al clan.
               Así pues, mi madre me enviaba a Cetina en cuanto llegaba el buen tiempo y yo montaba en el tren, feliz, sabiendo que en Alcalá de Henares algún vendedor me daría por la ventanilla una bolsa de almendras garrapiñadas, que en Somaén veríamos la cueva del Lobo Feroz y que al llegar a la estación de Ariza quizá estuviera el tío Pascual, con su uniforme de factor ferroviario, para decirnos adiós con la mano.
               El centro del Universo, en aquellos tiempos, era la casa,  y sus límites quedaban determinados por el dedo inflexible de mi abuela y siempre dentro de la calle la Rúa: al Norte, por la tienda del señor Jesús en la que mi tía Sarita despachaba con gran salero desde velos para ir a misa hasta congrio salado; al sur, con la casa de la tía Pabla, la mejor vecina de los abuelos; al este con el horno del Candidín y los aromas que se revelaban de sus puertas abiertas: levadura, pan, madalenas, tortas…y al oeste con la acera de enfrente. Fuera de esos límites yo no podía andar sola porque era muy pequeñita y una caballería me podía dar una coz; o porque podía caerme en una acequia, como le pasó una vez a mi madre; o porque me podía llevar el gavilán… o quizás los gitanos.
               No recuerdo ninguna necesidad de traspasar aquellas fronteras. En casa jugaba con la Tula o con los pollicos, me deslizaba por el “resbalaculos”, un tobogán enlosado entre el pasamanos y la pared; me subía al desván, me disfrazaba con la vieja ropa de los arcones y buscaba los rayos del sol que se dibujaban entre el polvo intentando que me iluminaran como a las santitas y las vírgenes de los devocionarios de las tías viejecitas. Contemplaba con asombro el mundo de los mayores: el de mi abuelo atendiendo a sus pacientes en la consulta (ese olor al alcohol, esas jeringuillas hirviendo en las bandejas…) el de la luz frágil de las lamparillas alrededor de la foto del tío Bautista, joven y muerto, y los susurros tristes de las tías viejecitas (“Se lo llevaron a Zaragoza y cuando fuimos a llevarle comida nos dijeron que nos fuéramos y no volviéramos, que ya lo habían fusilado) y la alegría adolescente de las otras tías, las que me sacaban de paseo hasta la estación y me enseñaban canciones del “Tubo Dinámico”…
               Hubo una vez. Una vez desobedecí, pero no me acuerdo. El episodio me ha sido narrado tantas veces que he debido crear lo que llaman un “recuerdo elaborado” del que mi memoria solo es responsable de un sentimiento de alborozo. Nada más. Pero me cuentan que una vez llegaron los titiriteros al pueblo y todos acudimos a la plaza con nuestras sillas para ver la función. Me dicen que, al terminar y en un descuido de quien fuera, salí corriendo a casa, cogí unas cacerolas, recluté a otros críos y salimos detrás de ellos, haciendo todo el ruido posible. Cuando mi abuela se enteró “Señora Anuncia, que he visto a su nieta detrás de los titiriteros” y salieron en tromba en mi rescate, me encontraron en las Eras, subida en una mesa y cantando y bailando “Cheri te quiero/ay Cheri yo te adoro/como la salsa del pomodoro” ante el regocijo general.
               Lo que sí tengo bien presente como una de las causas de mi fascinación por cierto mundo del que forman parte otras realidades, escenarios y personajes (Peter Pan, sin ir más lejos),  lo que evoco en ocasiones como perteneciente a aquellos días lentos en la calle La Rúa, son las sombras y sus misterios.
               La más contumaz era la mía. Mi propia sombra, pesadísima, siempre pegada a mis pies, que me imitaba, que se empeñaba en hacer lo que yo hacía, sin ningún respeto, burlándose de mí: si yo levantaba una mano, ella también. Más larga y más negra. Si pegaba al cuerpo brazos y piernas, ella hacía lo mismo y se convertía en otra cosa. ¡Cuántas veces traté de librarme de mi sombra de todas las maneras posibles y no hubo manera! Ocurría igual con la Luna, que siempre me miraba y que me perseguía una y otra vez, calle arriba y calle abajo. La sombra de la Tula, no perdiguera como ella porque no tenía manchas; la sombra de la casa de enfrente, fresquita para jugar dentro de ella; el juego del pilla-pilla pero con sombras en lugar de amigos, el de caminar por el borde de la sombra de la tapia de adobe e ir pisando las de los pájaros que estaban posados allí, en lo alto, cazados sin ellos saberlo, como los que cazaba el abuelo pero sin el cuello doblado en ángulo extraño…
               La calle La Rúa perdía su mundo de sombras por la noche, cuando era conquistado y vencido por las mujeres y los niños, que tomaban las aceras con sus sillas mientras los hombres arreglaban el mundo en la taberna. Las sombras eran sustituidas por la palabra: anécdotas, chismes, cantares y cuentos. Muchos cuentos. Inolvidable el zurrón que cantaba, las flores de Alejandría panal de amores y los higadicos que robaron de la santa sepultura…
               Y era entonces, cuando comenzaban a picarme los ojos y mi abuela me acogía en su regazo suave y tibio como las madalenas del Candidín, cuando el mundo se dormía en paz. Cuando yo me duermo en paz, recordándola, tantas veces…

miércoles, 20 de mayo de 2015

ANTÍGONA, EL SAPO Y LA TORTUGA




ANTÍGONA, EL SAPO Y LA TORTUGA


Entonces tenía quince años, la cara llena de granos, los libros prestados y la vergüenza enorme de no necesitar sujetador.
Me sentaba en la última fila con Pilar Navarrete, la más gorda, la más grasienta, la que vivía permanentemente envuelta en un pestilente halo a cebolla cocida. Me habían ordenado ser su compañera de pupitre porque siempre obedecía sin rechistar. Porque era pobre, plana y con granos. Porque pasaba tan desapercibida como si faltara a clase. Porque sólo era una rata de biblioteca que sacaba buenas notas.
Y porque Pilar Navarrete me daba mucha pena.
Los profesores entraban y salían del aula donde se hacía la vida imposible a Pilar Navarrete ajenos a su sufrimiento, habitando otro mundo cuyas coordenadas guardaban en una cartera de piel, junto a sus gafas, manuales y agendas. Abrían la puerta, pasaban lista, daban sus clases y se iban. Y cuando cerraban volvían de nuevo las collejas a la pobre Pilar, los insultos, la crueldad destilada en cada signo, en cada gesto de aquella jauría de chicas de piel suave, uniformadas con zapatos castellanos y vaqueros de marca cuya única finalidad en la vida era jactarse de haber merendado tortitas de nata en el Vips de Velázquez. Yo temía a “la jauría” y a la vez las despreciaba profundamente. Pero también  deseaba arañar para mí un ápice de su atractivo, de su desparpajo, de los chicos que las amaban. Por la mañana, al despertarme sabiendo que debía encaminarme a clase, sentía crecer en el centro de mi estómago mi propia envidia, mi rencor, mi cobardía, como crece un sapo o un bubón. Y no encontraba desahogo que me aliviara porque ni siquiera en las palabras de los libros que siempre me habían acompañado hallaba consuelo.
 
No puedo recordar el nombre de aquella profesora de Filosofía. Resulta paradójico que el paso del tiempo borre de tu memoria pormenores esenciales de las personas que más han influido en tu vida, tales como el nombre, y conserve lo anecdótico, como que cuando llegó las acacias empezaban a dar esas flores que llamábamos en el barrio “pan y quesito”. Pero también que era joven, que se sentó en la mesa del profesor, nos preguntó el nombre y después sacó de su mochila un libro enorme de Mitología.
Había venido a sustituir a “El Tostón”, el titular de la plaza de Filosofía que se acababa de jubilar y que conseguía dormir a la mitad de la clase con aquella voz monocorde y pastosa.
Todo lo contrario a aquella profesora que paseaba entre los pupitres explicándonos las cuestiones fundamentales de la existencia humana con la misma pasión del juglar que relata una gesta o del poeta que se vierte en un gran amor. Yo la seguía, hipnotizada por el movimiento de sus manos, y pronto aquellos griegos muertos con los que nos dormía "El Tostón” se convirtieron en auténticos y aguerridos héroes del pensamiento. Estaba fascinada. Acudía a la biblioteca del Instituto con hambre de ideas y de palabras. Cuando terminé de leer todo el legado de Platón, me atreví a dar un paso adelante: solté amarras, dejé correr a mi mano y comencé a escribir.
La profesora, con ese instinto que poseen los buenos maestros para reconocer lo mejor de sus alumnos, se dio cuenta de lo que estaba viviendo y, poco a poco, comencé a ser visible: Me nombraba, me preguntaba para que contestara algo que sólo yo sabía, me animaba a leer en alto las redacciones que mandaba como deberes y me dedicaba un gesto de aprobación o de cariño o un “excelente” que me señalaban el camino a la cuartilla en blanco, a la escritura.
El efecto perverso fue que “la jauría” se fijó en mí y comenzó a hacerme la vida imposible, con una saña distinta a la empleada con Pilar, más sutil, más retorcida, haciendo sangre de mi ropa heredada y de mi amor a la lectura. Yo temía tanto sus dentelladas que, poco a poco, empecé a emular los ardides defensivos de mi compañera de pupitre y me escondía dentro de mí, en lo más profundo, donde no llegaban las puyas ni los motes. En la fila de atrás, dos adolescentes se convertían en  dos tortugas aterradas. Hasta que, en el mes de junio, las acacias perdieron sus flores, el Instituto cerró sus puertas y llegó el verano con sus eternas tardes bajo los álamos del rio, allá en el pueblo.
En Septiembre, la rueda volvió a girar y los quelonios regresamos a nuestro hábitat natural, separadas del resto, al final del aula, bajo los percheros.
También volvió mi querida profesora, con más ánimo y más proyectos:

― Queridas alumnas, en este curso vamos a llevar a cabo un experimento didáctico que llevo tiempo intentando sacar adelante. Creo con total convicción que todas las respuestas que buscamos en la Filosofía han sido ya escritas, además, por los grandes autores del teatro, desde Eurípides hasta Bertold Brecht. Os propongo que nos acerquemos al temario con otra perspectiva y, con vuestra colaboración, a partir de ahora trabajaremos con escenas y personajes, con la tragedia y la comedia. ¡Chicas, vamos a hacer teatro!

Sentí un vértigo en el lugar donde se escondía el Sapo que vivía en mi interior. Me emocionaba la idea pero no me sentía capaz de expresarme frente a un público, cuando solo con leer mis redacciones temblaba y apenas me salía la voz.
La profesora fue asignando roles y yo percibí cierta intencionalidad apenas disimulada: parte de “la jauría” se convirtieron en las brujas de Macbeth;  otra, la peor de ellas,  fue Francisca de “El sí de las niñas”. Esperábamos el viernes con ansia porque acogía la sesión de teatro como colofón del tema semanal y así disfrutábamos del trabajo de una Celestina, bien envejecida por el maquillaje o de una Molly interpretada por la chica más simpática de la clase…
La profesora llegó a mi pupitre y me entregó un texto, un texto breve, apenas dos folios bien mecanografiados.
― Te entrego a “Antígona”, vas a interpretar a la joven Antígona frente a Creonte, plantando cara a la muerte. La he elegido especialmente para ti porque sé os parecéis mucho, aunque tú aún no lo sepas.
Enrojecí de puro terror. Entonces Pilar Navarrete Vera salió de su caparazón, me cogió la mano, me miró y me dijo aquellas palabras:
― Yo te ayudaré.
No me costó aprenderme el texto. No me costó leer la obra de Sófocles y menos aún admirar el valor de aquella pequeña griega y su compromiso con la justicia, con lo que era correcto, con lo que estaba por encima de la ley del hombre por muy poderoso que fuera.
Pilar y su olor a cebolla dirigieron mis ensayos.
― Alza el puño― me decía― mira a los ojos a ese asqueroso tirano y sube el puño. Que sepa quién manda en Creta…
Lo pasamos muy bien aquella semana. Nunca imaginé que Pilar tuviera esa sorna, un sentido del humor fino que empezaba burlándose de sí misma y terminaba con cualquiera.
―Me importan un pito esa panda de borregas, sus tonterías y sus abrigos Loden. Antes me meto en la cueva con Antígona que dejar que las pijas me coman la moral.
Se rio mucho cuando le conté mi “Teoría de las Tortugas” y me dio la razón:
― Pues eso mismo pero sin sufrir.

Cuando llegó el viernes se desvanecieron las risas, el ánimo y hasta el texto que había memorizado. Me sentía paralizada por el pánico, ahí, tras la puerta, con mi pelo recogido en una alta cola de caballo y la túnica blanca que Pilar había improvisado con una sábana de lino de su abuela.
La profesora abrió, me tomó de la mano y me introdujo en el aula. Su mirada expresaba admiración:
―Preciosa. Nunca he conocido una Antígona más bonita que tú.
Subí a la tarima. Las vi. A ellas, al público, con “la jauría” copando los primeros sitios. Y también vi a Pilar, que se levantaba, se dirigía a zancadas al primer pupitre, cogía del brazo a la cabecilla de ellas, a la más desalmada y le espetaba como un bofetón:
― Aparta. Aquí me siento yo.
Entonces se hizo el silencio y habló Antígona, desde dentro de mí. Desde el lugar donde habitaba el Sapo, fulminándolo. Con el puño en alto, frente a la muerte:

― ¡Oh sepulcro, cámara nupcial, eterna morada subterránea que siempre ha de guardarme! …

Crecí y me hice maestra. Mis alumnos han sido flautistas en Hamelín, Reina Maga de Gloria Fuertes,  Principitos de cartón piedra o sombras bajo la luz negra. Cuando he podido, he llenado autocares de chavales alborozados para ir a la ciudad a ver levantarse el telón.
Y nunca, nunca más volví a ser tortuga. Amparada en Antígona y en la mujer que me la mostró, sé combatir al Sapo, alzo mi puño frente a todo lo que considero injusto y ya no me callo.