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Papeles de Nunca Jamás por Esther Requena se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-LicenciarIgual 3.0 Unported.

miércoles, 8 de junio de 2011

MARIQUILLA Y EL SOMBRERO MÁGICO

Érase que se era una niña muy flaquita y pizpireta a la que todos en la comarca conocían por Mariquilla Arrebañatazas,  ya que era tan pobre, tan pobre y pasaba tanta hambre, tanta hambre  que, cuando iba a servir a la Casa Grande, no podía evitar beberse los restos de chocolate que quedaban en las tazas de los invitados a merendar.
            Mariquilla vivía en una choza de adobe en la ribera del río. Cuidaba de su abuela enferma con gran cariño y trabajaba duro para poder llevarle alimento. Lo mismo remendaba la ropa de los vecinos que llevaba la leche de las granjas al tren o limpiaba las cochiqueras de cualquiera que se lo pidiera. Ella era feliz cuando podía regresar a su humilde hogar con un pedazo de pan para su abuela, o una fruta y mucho más si los centimillos que había recaudado le permitían comprar en la botica cataplasmas o brebajes que aliviaran los dolores de su abuela.
            Pero lo que a Mariquilla le entusiasmaba era acercarse a la mimbrera, recoger los mejores tallos y trenzar con ellos cestillos que luego vendía por cuatro perras en el mercado del pueblo. Los cestos de Mariquilla tenían fama en la región por su resistencia y por la belleza de su urdimbre. Decían que no los había mejores para cobijar los huevos de las gallinas o para conservar las cebollas de la huerta. El caso es que nuestra buena niña solía volver feliz de la plaza del mercado, contenta por los elogios que recibía su trabajo y por las moneditas que, a veces, incluso le permitían comprar leche para su abuela.
            Una tarde de aquellas en las que regresaba a casa después de vender sus cestos, encontró sentada a la vera del camino a una mujer tan anciana o más que su abuela, vestida con harapos y con el rostro lleno de tristeza.
Niña queridale dijo la mujer¿podrías socorrer a una hambrienta viejecita?
Claro que sí, buena mujer. Apóyese en mí que la llevaré a mi casa y le prepararé unas sopitas de ajo para cenar.
Así lo haría sin duda. Pero mis piernas están tan cansadas que no me permiten caminar.
Pierda usted cuidado, pues aunque delgadina me vea, fuerte soy. Yo la cargaré en mi espalda hasta allí.
Te lo agradezco, hijita, pero mis viejos huesos no soportan el relente de la noche que se avecina…
― Yo le arroparé con mi manto. Está raído pero aún abriga.
Y diciendo estas palabras, Mariquilla Arrebañatazas puso sobre los hombros de la viejecita su capa, la cargó sobre su espalda y, con mucha dificultad ambas consiguieron llegar hasta la choza donde la abuela estaba esperando a su nieta.
Pero, al bajarla, héte aquí que la buena viejecita empezó a resplandecer y se convirtió en la dama más hermosa que los ojos de la niña habían contemplado.
― Mariquilla, no soy sino una enviada que quiere agradecer tus desvelos y tu bondad para con los necesitados. Pues has de saber que nuestros ojos ven  cómo, tantas veces, te quitas el bocado para dárselo a otros, cómo te matas a trabajar, cómo cuidas a tu abuela…y cómo te contentas con las sobras del chocolate de las señoritas. Por eso, Mariquilla, te digo que esta noche, cuando la luna esté en lo más alto, debes recoger en la mimbrera los tallos más tiernos y tejer con ellos un sombrero. Con él irás siempre ataviada y sólo de ti dependerá el uso que hagas de él.
Y con estas palabras, la dama se evaporó en el aire dejando tras ella el arco iris más luminoso que existir pudiera.
No tardó la niña en seguir las indicaciones que le habían sido dadas y, cuando llegó a la mimbrera, escuchó un cantar que parecía venir de lo más profundo y que decía:
“En la cabeza un sombrero/para el saber verdadero”
Aquella noche Mariquilla tejió sin parar, hasta que los dedos le sangraron, y, a la mañana siguiente salió a servir a la Casa Grande luciendo un bonito sombrero en su cabeza.
Lavó la loza, la secó, fregó los suelos, limpió los corrales y quitó todas las malas yerbas del jardín delantero. Después se lavó bien lavadita, se puso unos guantes y se dispuso a servir la merienda de las señoritas de la casa y sus amistades.
Cuando aquellas damiselas y sus caballeros la vieron aparecer, tan delgadina y tocada con ese sombrerito, no os podéis imaginar las burlas y chanzas que le dedicaron:
― ¿Esta harapienta es la que dices que se rebaña nuestras sobras?
―¡Pero habéis visto que gorrito tan ridículo!
Mariquilla aguantó dignamente y, cuando hubo terminado su labor se retiró de la sala con los ojos anegados por las lágrimas.
Al poco rato se escuchó una trapatiesta terrible en el salón. Acudieron los señores y el servicio y pudieron ver cómo la señorita más pequeña lloraba y pataleaba pues le había desaparecido un dije de oro y brillantes al que tenía gran aprecio. Todos acompañaban el griterío, mientras ponían patas arriba los muebles y los cajones para dar con la joya. En esto que, un pisaverde de aquellos, hijo de un noble caído en desgracia, señaló a Mariquilla y espetó:
―¡Ha sido ella, sin duda!, ¡esa zarrapastrosa! ¡Yo he visto cómo escondía el broche debajo del sombrero!
Por más que Mariquilla defendió su inocencia, todos estuvieron de acuerdo en acusarla, por lo que, en ese momento, llamaron al Sr. Juez para que la encerrara en el calabozo.
El Señor Juez conocía la buena fama de la niña, pero tenía que dar gusto a los señores de la Casa Grande y sus invitados, así que ordenó a Mariquilla que se quitara el sombrero. Pero por más que lo intentaron, ni ella ni nadie fueron capaces de sacarlo de su cabeza.
De repente, sin saber ni cómo ni porqué, el sombrerito se elevó por sí mismo con mucha suavidad y, cuando estuvo en lo alto, cantó el son que la niña había escuchado en la mimbrera:
“En la cabeza un sombrero/para el saber verdadero”
Después planeó sobre la habitación, como si escudriñara desde arriba a los allí presentes y se posó sobre el lechuguino que había acusado a Mariquilla.
El Señor Juez le revisó los ropajes y, en el bolsillo del chaleco, encontró el dije de oro y brillantes robado.
Todos comprendieron lo injusto de su comportamiento y por ello pidieron mil perdones. Entonces el sombrero volvió por sí mismo al lugar que le correspondía y nuestra Mariquilla, por primera vez, pudo degustar, entero, un gran pocillo de chocolate para ella sóla.
Aquella vez fue la primera que el sombrero actuó desvelando la verdad verdadera por más oculta que se hallara. Hubo otras, muchas más, en las fue precisa la intervención de Mariquilla y su sombrero y muchas también las aventuras que corrieron y por las que les fue reconocida una merecida fama.
Sólo puedo deciros que ella continuó tan feliz y afanosa como siempre y que lo único que se le subió a la cabeza fue…
¡el sombrero!
(Y colorín, colorete, por la chimenea se escapó un cohete.)


jueves, 2 de junio de 2011

OROGRAFÍA DE MONTES Y VALLES (EN LA PIEL DE UNA MUJER ABANDONADA)

Pablo:
Por primera vez desde que te fuiste, hoy no he llorado al despertarme. He permanecido unos instantes más en la cama para disfrutar, con todas las ventanas de mi conciencia abiertas, de esa desconocida sensación de placidez. Todo un éxito, Pablo. Va a ser cierto que el tiempo todo lo cura.
Después he repetido la rutina de todos los días, ya sabes: encender la radio, prepararme el zumo y el café y desayunar despacio, fumándome el primer pitillo. Hoy ha sido la primera vez, desde que te fuiste, que el cigarro me ha sabido a humo y no a consuelo. Por eso he decidido dejar de fumar.
Me he duchado despacio, asombrada de que todavía, a esas horas, esa sierpe que me dejaste dentro al irte no hubiera empezado a estrangularme el ánimo. Así que, Pablo, mientras me secaba me he entretenido en mirar mi cuerpo desnudo en el espejo y ha ocurrido algo milagroso. Todavía no me lo creo.
¿Recuerdas cuando triscábamos por las piedras, hacia arriba siempre, hacia el Pico, para sentarnos en lo más alto y recorrer con la mirada el paisaje? Pasaban las horas mientras descubríamos oteros y colinas. No nos preocupaba que el tiempo se escurriera imparable  si descubríamos una vaguada al este o mientras soñábamos con construirnos una cabaña en la vega, al lado de la garganta…Éramos muy jóvenes y nos creíamos tan poderosos como los dioses en los que no creíamos.
Hoy he recorrido mi cuerpo con esa misma mirada. Quizá la he recuperado porque, por fin, se había levantado la niebla que me dejaste en los ojos cuando te fuiste y todo lucía diáfano, como entonces. Y he visto en mi frente tres lomas, paralelas. Una vez leí que son los pliegues que se originan por la tensión mental que exige la concentración. Es lógico que me hayan salido. Acuérdate cómo te maravillaba mi facilidad para estudiar. “No me lo explico”, solías decirme, “Llegas del trabajo, vas a la academia, y te sacas la carrera y las oposiciones”. No, Pablo. Yo pagaba el esfuerzo en horas de sueño y en tardes de cine y amigos. Pero entonces tú creías en tu música, tenías proyectos, y debías terminar los estudios, un reto tedioso que prolongabas año tras año. Alguien tenía que traer el dinero a casa y yo, tonta de mí, creía que admirabas mi tesón. Como en la fábula de la cigarra y la hormiga pero sin final feliz.
Tengo una cañada entre las cejas. La han ido formando las preocupaciones, por erosión. La primera vez que me di cuenta que existía fue la mañana en que cumplí cuarenta y dos años, al maquillarme. Había pasado la noche en vela intentando apartar de mi mente las señales indudables de tu engaño. Tardaste cinco años en reconocerlo, Pablo. Cinco años de mentiras, de ardides, de burdas estratagemas más propias del personaje casposo de un vodevil trasnochado que del triunfador en el que te habías convertido. Cinco años, Pablo, haciéndome creer, a mí y a todos, que me había convertido en una paranoica. Cinco años pisoteando mi dignidad…
Del vértice exterior de mis ojos surgen unas finísimas estelas, como los surcos que marca el arado en una pequeña huerta. Patas de gallo, les llaman. Son mis arrugas preferidas, porque dan fe de que,  como pudo decir el poeta, “Confieso que me he reído”. Algún día, cuando quizá podamos volver a hablarnos, te pediré que tú también confieses que te has reído conmigo, Pablo, que fuimos una pareja alegre, cómplice de una visión de la vida irreverente y traviesa. Que es difícil que encontremos alguien que pueda compartir sin sentir pudor ese toque de adolescente gamberro que convertía en motivo de guasa cualquier farsa solemne, pedante o trascendental. Echo de menos reírme. Mucho. Hasta ahora mismo. Acabo de lograr sonreír cuando me han sonado las alarmas sobre lo afectada y pretenciosa que suena la frase “te llevaste mi risa cuando te fuiste”, que era, precisamente, en la que estaba pensando.
La tristeza ha enmarcado mi boca. Las mejillas se han deslizado levemente, como los glaciares que bajan imperceptibles desde lo alto. Los ojos también se han escondido, temerosos, en dos cuevas…Mi rostro es el de una desconocida. Hoy, que me he asomado al espejo, he comprobado que vivo encerrada en un cuerpo que envejece. Que mi carne no es firme, que se pliega en colinas y valles que se dibujan en mi vientre, que mis pechos caen, que en mis piernas aparecen arroyos azules…
Pero, ¿sabes, Pablo? Me gusta la mujer del otro lado del espejo. Una mujer que ha pensado, que ha reído, que ha llevado un hijo en sus entrañas, que le ha amamantado. Que ha subido montes, que ha vadeado arroyos…
Que ha amado, Pablo.
Que nunca va a dejar que leas esta carta y que no va a esperar que vuelvas, vencido y avejentado, a llamar a la puerta de la casa.
Empiezo.