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miércoles, 15 de enero de 2014

DEBIÓ LLAMARSE ANA

Hoy, día en el que Juan Gelman se nos ha ido, recupero un pequeño relato-crónica que escribí cuando, conmovida, conocí la historia de la lucha del poeta por recuperar a su nieta, robada por los militares que asesinaron a su madre y a su padre.
Sean estas palabras mi humilde agradecimiento al Poeta y a todos los que luchan por el bien común.

 DEBIÓ LLAMARSE ANA 

La niña apareció en un cestito a la puerta de la casa donde vivía el matrimonio Touriño Vivián.
- Que no se entere nadie- advirtió el policía a su mujer.
Y ella prefirió no preguntar. Tomaron aquel cestillo y a la mañana siguiente buscaron otro lugar para criar a la niña, su hija, para no tener que dar respuestas a la curiosidad de los vecinos.
Macarena Touriño creció con el amor del deseado, arropada y protegida por sus padres, ajena al enigma de su nacimiento y a los interrogantes que se asomaban a los ojos de su madre muy de vez en cuando, sólo al aproximarse una fecha, la de su cumpleaños, que sólo dos personas sabían que era un mero acuerdo artificial.
Macarena, en realidad, debió llamarse Ana. Así lo habían decidido sus padres, Marcelo y María Claudia, tras muchas consultas a la familia, muchas listas hechas con las risas de los amigos y toda la ilusión del mundo. Eran muy, muy jóvenes. Quizá, cuando los hombres armados entraron y se los llevaron, estaban planeando el primer viaje que harían con Ana, o imaginando cómo sería su carita, o qué rasgos de unos y otros portaría en sus genes.
Los hombres armados querían al Poeta. Pero allí no estaba. Por eso se llevaron a su hijo Marcelo, a su hija Nora y a su nuera María Claudia con la pequeña Ana en el vientre.
Nadie vio nada. Nadie escuchó nada. Nadie se dio por enterado.
Nora fue devuelta tras recibir todo tipo de torturas. Se convirtió en un guiñapo humano, jamás consiguió superar las secuelas que el tormento sembró en su cuerpo y en su alma.
El cadáver de Marcelo apareció poco después, dentro de un bidón, en el Rio de la Plata, con un tiro en la nuca. Tenía 20 años.
Hoy, Macarena sabe que, en el útero de María Claudia, cruzó la frontera entre Argentina y Uruguay. Los torturadores mantuvieron a su madre viva en el Servicio Internacional de Defensa hasta que dio a luz en el Hospital Militar de Montevideo.
Después la asesinaron.
Su muerte fue una simple cuestión de codicia: sin que los mandos quisieran enterarse, los esbirros y los verdugos mercadeaban con los bebés nonatos de las prisioneras. Los mismos mandos, civiles y militares, que nunca quisieron enterarse de que en su país también hubo desaparecidos. Tampoco existió la “Operación Cóndor”, ni los vuelos secretos sobre el Océano, ni las fosas comunes.
Hubo muchas personas de bien que nunca quisieron enterarse.
 De nada.
La madre adoptiva de Macarena sí quiso saberlo todo, cuando tras veintitrés años de búsqueda, Berta y el poeta Juan Gelman, consiguieron encontrar a su nieta. Tomó la mano de su hija y ambas escucharon la verdad sobre el origen de la niña que apareció en un cestito.
Macarena Gelman, la joven que debió llamarse Ana, ha solicitado la reapertura del caso del asesinato de su madre. Para ello luchará contra una ley, la de Caducidad, que intenta perpetuar el olvido y la impunidad de los crímenes de aquella guerra sucia.
Quizá desee llevar flores a su tumba o llorar su ausencia sin que nadie se entere.