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Papeles de Nunca Jamás por Esther Requena se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-LicenciarIgual 3.0 Unported.

domingo, 16 de enero de 2011

LA PLANTA MILAGRO


¿Es la Casualidad la Ley Universal que rige los designios del universo? ¿Es el Azar la Gran Inteligencia que mueve los hilos del destino de todas las criaturas que han sido, son o serán? ¿Es la Chiripa la Diosa Suprema, el BingBang,  el Caos, El Alfa y el Omega, la Madre de Todos los Karmas?
(¿Qué es educar?)
          El mundo entero asiste atónito al poder inconmensurable de la última y definitiva gran arma biológica. Es letal, mortífera. Es la destrucción. Y, sin embargo, pocos conocen su verdadera historia, su origen, apenas (y gracias a Wikileaks) el principio activo en el que se basa, la ya famosa savia del Pelargonium desidiae.
          Pero yo conocí a Ricardo Santonja y, aunque otros se han ocupado de enterrar su nombre, por justicia hacia él levanto mi voz para contar la increíble historia de la planta milagro.
          Ricardo Santonja fue un hombre sencillo, decente y cabal; excelente padre y esposo; buen amigo, gran lector y conversador ameno. Trabajador infatigable, a los dieciséis años de edad entró como aprendiz en una conocida multinacional de la cosmética (cuyo nombre omitimos en cumplimiento de la normativa contra publicidad encubierta) consiguiendo por propios méritos el puesto de comercial. A tal tarea dedicó su vida profesional. Recorrió en su propio vehículo todas las carreteras del país, visitando perfumerías y farmacias especializadas. Llegó a la más recóndita aldea; a la barriada más peligrosa...allá donde hubiera una mujer que deseara sentirse más hermosa, allá llegaba el coche blanco de Ricardo Santonja, impoluto, reluciendo bajo el sol del desierto de Almería, o cual albo sudario de alguna ánima errante apareciendo bajo el orballo gallego. Más de treinta años se mantuvo Ricardo Santonja al volante de su vehículo, hasta que, un día, por fin, le llegó la ansiada jubilación y con ella tiempo para él y los suyos.
          Fue entonces cuando se produjo una extraña en sus hábitos: él, que había vivido pendiente de la tapa del delco, de la correa de transmisión y que brillara hasta la más humilde tuerca de la parte del tapacubos, desarrolló como de la noche al día una curiosa desidia hacia el que entonces había sido su Rocinante de la marca Citröen. Lo aparcaba en la calle, sin importarle que el sol desgastara la pintura de la chapa, jamás lo lavaba, ni siquiera cuando llegaba del monte de buscar níscalos lleno de barro. Sólo su señora y los chicos de vez en cuando se apiadaban del pobre coche y le llevaban al túnel de lavado más próximo, al menos para acallar los comentarios de la vecindad y la humillante pintada de “Guarro” en el polvo acumulado de los cristales.
          Hasta que se obró el prodigio. Y ocurrió que, un buen día, entre los restos de tierra, miguillas de pan y otras excrecencias que el tiempo había acumulado entre el asiento y la puerta del conductor, se alcanzó a ver un pequeño brote verde. De la inmundicia nació pura vida. Ricardo Santonja, su señora y los chicos contemplaron atónitos semejante maravilla e incluso cruzaron hipótesis que explicara el origen de la plantita, si era de patata de cuando estuvieron merendando en la huerta de Tadín, o por el contrario podría haberse desprendido de aquellas que compraron en el vivero en el pasado abril.
          El caso es que la dejaron crecer, como homenaje a la materia que no muere, sino que se transforma y, pasado un tiempo prudencial, todos coligieron que aquello podría parecerse a una extraña variedad de geranio, de delgado tallo semitransparente pero con vocación trepadora, como tantos ediles públicos. Las flores distaban mucho de ser hermosas, pero tenían el mérito de la extravagancia y desprendían un sutil aroma que ayudaba a soportar el ambientador con olor y forma de pino que colgaba del retrovisor.
          Una noche de verano, Vosley, el pastor alemán con demencia senil de la familia se comió de una tacada los seis cojines de ganchillo del tresillo familiar. De madrugada, más muerto que vivo, introdujeron al perro en el coche para llevarle a la clínica veterinaria de urgencias, pero poco se pudo hace con él. Aplicaron al pobre perro un potente sedante y le mandaron  de nuevo a casa, a morir dignamente, ya que en la clínica no quedaba sitio al ser principio de vacaciones.
          Ocurrió al intentar sacarlo del coche, quizá el instinto de glotón irredento buscando la yerba que purga, el caso es que el comatoso Vosley pegó el último mordisco y se llevó, en sus tripas, buena parte de la planta.
          Entonces revivió. Revivió sano, revivió ágil, joven, fuerte, cuerdo. Salió corriendo por la calle General Fanjul en dirección al metro de Aluche, ladrando a la luna, en busca de hembras...y volvió varios días después, más bonito que un San Luis.
          Lo que ocurrió después en parte fue público y conocido por todos. La historia de la milagrosa curación de Vosley por la ingesta de la planta milagro corrió por las redacciones de periódicos y televisiones y después se olvidó. Como casi todo.
          Sin embargo oscuros intereses vieron en aquello un filón a explotar. No estoy autorizada a comunicar cómo el coche de Ricardo Santonja llegó a manos de los poderosos. Tampoco podría explicar los motivos execrables que permitieron que la savia del Pelargonium desidiae, en lugar de curar la impotencia y otro tipo de enfermedades, tuviera como destino las venas de los soldados parta convertirlos en pura maquinaria de destrucción, sin rastro de cualidades humanas como la conciencia, el escrúpulo o el razonamiento comprensivo.
          Esta es la historia de la planta milagro y de los increíbles hechos que la convirtieron en todos los Jinetes del Apocalipsis.
          O al menos así me fue contada.

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