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jueves, 29 de noviembre de 2012

LA SOLEDAD DEL MASCARÓN DE PROA








LA SOLEDAD DEL MASCARÓN DE PROA
               Hubo un tiempo en el que avanzaba orgulloso partiendo las aguas en dos, como un enorme arado que el dios del mar gobernara a su capricho por el único placer de sembrar de espuma y vida la grandiosa llanura del Océano en calma.
            Hubo un tiempo en el que reventaba tempestades, como un audaz ariete contra murallas de agua, como si el dios del mar envidiara el arrojo del hombre y castigara su insolencia ordenando el ataque del viento y la rebelión de las olas.
            Hubo un tiempo en el que el sol secaba su rostro, la brisa le susurraba y la luna teñía de plata la pátina de verdín que le cubría.
            Hubo un tiempo en el que los delfines danzaban a su alrededor. Hubo un tiempo en el que soñó con sirenas…
            Hubo un tiempo en el que el dios del mar le deseó.        Y le engañó: “Verás sirenas” le dijo mientras lo engullía hasta lo más hondo de su vientre, pero no fue cierto
            Incrustado en el fondo del abismo, el viejo mascarón de proa sobrevive; bajo el limo, el tiempo ha ido enterrando su torso musculado y sus hombros de coloso. Sólo su faz aguanta, digna, escorada a estribor. De su gran barco primero quedó un escuálido esqueleto de madera que se fue desintegrando poco a poco, hasta formar parte del cieno. El viejo mascarón de proa no lo echa de menos.
            A veces el viejo mascarón quiere volver a ser inocente y crédulo y sueña con que el dios del mar no le haya olvidado del todo y se acuerde de su promesa. A veces, muy pocas veces, se atreve a soñar con su sirena.
            En el oscuro universo, los seres vivos se respetan pero no se escuchan. En el oscuro y lento universo no hay flores, ni siquiera humildes algas.
            Ahora es ciego, como la multitud de criaturas que flotan perezosamente a su alrededor:  frágiles octópodos transparentes con aletas como grandes antenas; millones de gusanos, habitantes de la ciénaga; cangrejos albinos, larvas envueltas en capullos relucientes  y peces monstruosos de grandes bocas, siempre hambrientos.  
            Primero llega un rumor, de lejos, de arriba. Después todo tiembla y los seres abisales huyen y se esconden.
Una columna de luz horada el frio y comienza una lluvia de fragmentos del mundo exterior. El viejo mascarón de proa reconoce los signos del hombre en los objetos, las materias y los atavíos.
No los ha añorado. Sabe que en breve serán nada.
Son sus ojos ciegos los que la presienten, los que la ven caer. Una sutil danza acompaña su descenso. No es una sirena; su cuerpo no aletea; su boca no sonríe.
Allá arriba dejó su vida. Es una náufraga, como él.
El dios del mar lo permite. Los brazos de la muchacha muerta se enredan alrededor del viejo mascarón de proa, que la acoge y la protege, agradecido.
Hubo un tiempo en el que el viejo mascarón de proa quiso gritar su soledad al frio, lento y oscuro universo. Ahora, abrazado a su náufraga, sólo espera que llegue otro  tiempo en el que la vida siga su curso y trueque la materia fundida de ambos en las únicas plantas del abismo: las pétreas ramas de los corales.

           
           
           

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