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martes, 20 de noviembre de 2012

EL LARGO Y TORTUOSO CAMINO HACIA LA ESCUELA








EL LARGO Y TORTUOSO CAMINO HACIA LA ESCUELA

Antes de que salgamos de casa, mi madre nos lo advierte una y mil veces:
“No miréis abajo cuando crucéis por el tablón. Pasad con decisión y con la vista al frente”
El otro día se cayó Hassan. Desde el otro lado de la azotea, Fátima y yo le gritábamos que  siguiera adelante, que no mirara al suelo. Pero Hassan se puso nervioso y al final mira cómo está, el pobrecito, con el brazo roto y escayolado. Mi madre le dijo a la suya que, en el fondo había tenido mucha suerte, que podía haberse matado: “Mejor un brazo roto que analfabeto”.
Yo sé que mi madre sufre mucho cuando nos manda a la escuela. Muchísimo. Ella dice que cuando seamos mayores lo comprenderemos, pero en mi caso, creo que no me hace falta crecer: entiendo por qué es tan firme, aunque se quede con el alma en vilo viéndonos partir.
 Si no hay toque de queda y los soldados no patrullan por la calle no tenemos tanto problema. Sólo el de siempre: que toque la sirena porque vienen los aviones y tengamos que desalojar el colegio corriendo, pero afortunadamente nos hemos ido librando de las bombas y, como dice mi maestra, tenemos un techo que nos cobija y una pizarra para escribir en ella, al contrario que otros niños de la Franja que no han tenido tanta suerte y se han quedado sin escuela o lo que es peor, sin vida.
Pero si, como ahora, hay toque de queda,  es cuando realmente, el camino hacia la escuela se vuelve totalmente aterrador. Prefiero mil veces atravesar los tablones de las azoteas a encontrarme de frente con los soldados, porque ellos no miran. Disparan. De acuerdo con que la mayoría de las veces sólo se trata de gas o de pelotas de goma y que eso no te mata, pero que no tiren a matar no  significa que no te odien. Yo procuro no mirar los ojos de los soldados porque después no puedo dormirme por la noche y, si lo hago, sueño con ellos y me despierto temblando y gritando. Por eso, cuando hay toque de queda, como ahora, vamos lagarteando hasta llegar a la escuela: corremos rápido por las calles en las que no están las patrullas y, si aparecen, siempre hay algún vecino que nos abre la puerta de su casa y nos esconde hasta que se van. Entonces salimos y volvemos a correr, pegaditos a las paredes, sin perder la mochila, que luego nos quedamos sin libros y sin lápices y es muy difícil conseguirlos, y, en cuanto oímos unos gritos o el paso retumbante de sus botas, nos volvemos a esconder. No es como el juego del ratón y el gato, porque ni nosotros ni los soldados queremos jugar, al revés: si nos ven corren tras nosotros y nos mandan retroceder. No sé porqué nos impiden llegar a la escuela, no entiendo qué ganan con ello, aunque, posiblemente, lo que ocurre es que, simplemente, los soldados se limitan a obedecer órdenes de sus jefes. Como siempre.
Por eso yo prefiero el camino de las azoteas, de casa en casa y de tablón en tablón.
Por lo menos así no les veo.
Aunque tardemos más del doble en llegar, aunque pasemos mucho miedo, aunque nos rompamos un brazo como Hassan o nos llevemos un pelotazo de goma, como dice mi madre, tenemos que seguir yendo a la escuela porque es lo que nuestro pueblo espera de nosotros y porque, además es la época en la que nos ha tocado vivir.
Me llamo Taliba, tengo once años y vivo en Hebrón, Palestina. 

2 comentarios:

  1. Echaba de menos tus historias bonitas. Bienvenida a tu blog. Esta me ha producido un escalofrío conmovedor. Gracias por seguir escribiendo para tus seguidores y besazo desde Málaga, reina.

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  2. Cualquier día te voy a ver, Holmes.

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