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miércoles, 2 de marzo de 2011

EL CEMENTERIO DE LOS AMORES PERDIDOS

(Fotografía de Minako Tasaki)

EL CEMENTERIO DE LOS AMORES PERDIDOS
               Una luna enorme bañaba el lugar y lo teñía de un levísimo tono entre azulado y argentino que lo hacía aún más hermoso. Todo era silencio y quietud. Estaba tranquila, sosegada. Hacía mucho tiempo que no me encontraba así.
― ¿Estoy muerta?― pregunté a la presencia que acompañaba mi paso por la senda.
― No, aún no. Sólo quiero enseñarte algo.
― Dime…¿dónde estamos?
― En el cementerio de los amores perdidos, donde descansa lo que pudo haber sido y no fue.
Volvió a quedarse callado y seguimos caminando. A un lado y otro del sendero veía sombras que iban y venían. Mis ojos captaban de refilón sus figuras difuminadas y cierta sensación de dolor que emanaba de ellas. No podía detenerme.
― Mira allí― me indicó mientras señalaba un punto perdido, a mi derecha.
Vi el muro que cerraba el taller de coches de mi barrio. Vi a unos niños jugando al rescate, formando una cadena, mano contra mano. Me vi a mi misma con diez años rozando la mano de Quique, el primo de Fernando, de quien estuve secretamente enamorada durante toda mi infancia. Sentí en mi garganta el galope desbocado de mi corazón, tal y como lo sentí entonces, cuando me dejé atrapar sólo para que mi mano rozara la de Quique…Entonces llegó Fernando, corriendo como una flecha, y, sin que yo, a mis diez años pudiera evitarlo, me salvó.
―¡ Por mí y por todos mis compañeros y por mí el primero!
Todos salieron corriendo, Quique el que más y yo me vi lanzándome, rabiosa, contra Fernando:
― ¿Eres tonto o qué?, ¿quién te ha pedido que me salves, eh, quién?
Vi como Fernando balbuceaba excusas al aire porque yo  había salido disparada hacia la oscuridad, dejándole con la palabra en la boca. Después le vi sentarse en la acera y sollozar. ¡Pobre Fernando!
― ¿Qué pasó con Quique?― me preguntó la presencia.
― Yo crecí y él se quedó bajito, infantil…perdí el interés.
― ¿Y ése quién es?― volvió a inquirir mi acompañante.
¡Oh, Dios mío! ¿Cómo era posible? Estábamos en las Vistillas, en la verbena de carnaval en la que conocí a Javier Zugasti, mi marido. Yo iba disfrazada de hada, él de mago. Bailábamos mirándonos a los ojos, ajenos al mundo.
― Carmen, vámonos― Fernando se había convertido en el Capitán Flint. Durante muchas tardes cosimos trapos y nos reímos. El Capitán Flint era mi pirata favorito, el dueño del tesoro―Carmen, tía, que nos quedamos sin el último búho que sale de Sol y tu madre te mata…
Me quedé. Me quedé con Javier Zugasti. Muchos años después comprendí que, lejos de ser un mago, Javier Zugasti era un impostor. Lo supe después de muchos engaños, de muchas decepciones. Lo comprendí del todo el día en que me dijo que sabía que era un cabrón y un cobarde, pero se veía incapaz de soportar el dolor que le causaba la enfermedad de nuestro hijo, que no aguantaba los hospitales…
Vi de nuevo el box y al niño enchufado a todo tipo de aparatos. Vi la sala de espera de la UCI y a Fernando tapándome con su abrigo, yo vencida por tanta angustia y tanto cansancio acumulado…
― Fernando…
― Siempre estuvo ahí…
― Pero él nunca…él se casó y nunca me dijo que…y luego, cuando se divorció…
― Porque estabas tan acostumbrada a él que nunca le llegaste a ver.
― Fernando se va. Le han concedido una plaza en París.
― Lo sé. Por eso te he traído a este lugar. Porque estás a punto de darte por vencida, porque aún no es tarde. Porque antes de que cierres tu corazón, alguien se merece una oportunidad. ¡Despierta!
Abrí los ojos sobresaltada. Mi hijo acababa de llegar a casa y el sonido de la llave en la cerradura me había arrancado de ese sueño.
El reloj del móvil marcaba las diez de la mañana.
― Esta vez llego pronto, no te quejes, ¿eh, omá?
Me miraba desde la puerta de mi alcoba, balanceando un paquete de churros y con la misma sonrisa irresistible de su padre. Le vi por primera vez como un adulto, un joven sano y alegre, un superviviente que merecía la mejor de las suertes. Ojalá jamás tuviera que recorrer el cementerio de los amores perdidos y llorar por lo que pudo haber sido y no fue.
 Entonces recordé al niño que sollozaba sentado en la acera de la calle de mi infancia y me decidí:
― ¿Tú crees, hijo mío de mi vida, que resulta decente y decoroso que una dama de mediana edad invite a un caballero a desayunar con churros?

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