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Papeles de Nunca Jamás por Esther Requena se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-LicenciarIgual 3.0 Unported.

miércoles, 23 de febrero de 2011

SÓLO MI NOMBRE



SÓLO MI NOMBRE
            Vagué por la selva durante muchos días, no me preguntéis cuántos. A un fugitivo que huye despavorido, con el pánico anestesiando el hambre, la sed y el dolor, no se le pide conciencia del tiempo que mueve los relojes. El ansia por sobrevivir pese a todo movía mis piernas en una loca carrera hacia delante. Remojé los labios en la humedad de las plantas, las mismas cuyas púas laceraban mi carne hasta hacerme sangrar. Algo comí, creo; alguna vez el agotamiento me venció y caí en un sopor febril e inquieto que no me servía para recuperar las fuerzas. Todo se mezcla en mi memoria, todo es confusión. Sólo había, sólo hay, una certeza: el miedo
Llegué al río y quise buscar cobijo entre sus aguas, quizá para dejarme morir en él. Entonces sentí un ruido seco explotando en mi nuca y caí en la oscuridad.
Cuando me despertaron estaba soñando con mi madre muerta, ella y yo sentados al piano, tocando a cuatro manos una alegre melodía infantil. Me envolvía su perfume tan añorado y el aire fresco de los Alpes que entraba por los ventanales abiertos de la sala. Me sentía tan amado, tan plácidamente seguro que, cuando los golpes me devolvieron a la realidad, supe a qué sabía la desgracia de ser expulsado del Paraíso.
Los indios habían conseguido darme alcance. Ahora me rodeaban con sus rostros de pesadilla, aullando su victoria, celebrando la pieza cobrada en la cacería. Me empujaron de vuelta hacia el interior de la selva sin dejar de zarandearme, sin dejar de golpearme con sus lanzas. Se burlaban de mí, del hombre blanco al que considerarían un extraño objeto de curiosidad, algo grotesco y estrafalario. Cualquiera de ellos hubiera sido contemplado de igual manera por mis colegas de la Sociedad Austríaca de Antropología, como si los dioses que movían los hilos de nuestra existencia hubieran decidido intercambiar los papeles del teatro de guiñol del que todas las criaturas formábamos parte. Sabía que yo era el único superviviente de la expedición y, al contemplar las cabezas reducidas que adornaban los cuellos de aquellos salvajes, sospeché cuál iba a ser el final de la aventura. Mientras tanto caminaba, resignado, deseando que terminara pronto aquel periplo, que llegáramos donde fuera que me conducían por ese laberinto vegetal.
Fue casi al anochecer. Iba tan extenuado que ni siquiera tuve fuerzas para sorprenderme al ver un navío de línea varado en mitad de la jungla. A su alrededor, el resto de la tribu nos recibió con cánticos y alborozo. Las mujeres y los niños se acercaban a mí, me tocaban al principio con precaución, luego con insolencia, y me tiraban del pelo, quizá sorprendidos por su color amarillo. Me hicieron subir por una escala hacia la cubierta del barco. Allí, en el centro, se erigía una especie de altar, coronado por un cofre de madera, sin duda el cofre de un marino europeo. Un hombre anciano ordenó que me arrojaran al suelo. Me azotaron con unas ramas mientras él salmodiaba un canto que los demás escucharon con reverencial silencio. Después me levantaron, me desnudaron, me obligaron a sentarme a la derecha del altar y el anciano abrió el cofre. De él extrajo un montón de legajos, que levantó ante la muchedumbre tal y como los sacerdotes católicos levantan la sagrada forma en el ritual de la misa. Y, del mismo modo, la tribu se postró ante él.
Pusieron en mis manos unos manuscritos. Vi que pertenecían a distintas caligrafías que redactaban en distintas lenguas. Alcancé a leer palabras en español y en inglés antes de que me los arrancaran de las manos. Después me condujeron al castillo de proa y me amarraron al palo. Creí que, por fin, había llegado al final y no quise imaginar ni el sacrificio, ni mi cabeza reducida, como un dije más de cualquiera de sus macabros collares.
Pero me equivocaba. Desde aquella noche han sido muchas las lunas que se han sucedido en la estrecha franja de firmamento que la vegetación abre frente a mí. Al amanecer un guerrero me desata y me conduce a lo que en tiempos fueron las bodegas. Allí debo abastecerme de las resmas de papel de lino que necesite para toda la jornada, así como de tinta, tintero y pluma. La bodega principal del barco está llena de material para escribir. Era la carga que transportaba, y es la piedra de Sísifo que cada día me obliga a escribir, sin parar, continuamente. Escribir sin pausa, sin levantar la cabeza, dejando correr la mano. Si me detengo me golpean con saña. Si levanto los ojos me quedo sin mi ración de comida.
Ellos creen firmemente que si dejo de escribir, también el sol cesará su danza diaria y la oscuridad acabará con el mundo que conocen.
El navío varado es su templo, yo soy la res del sacrificio.
 Apenas puedo mantenerme en pie, apenas veo. Mis manos están agarrotadas y deformes por la humedad y los años de ejercicio. Pronto moriré. Al menos eso espero.
Mi cadáver se pudrirá, haciendo compañía a los esqueletos de mis antecesores, el hombre que escribía en español y el hombre que escribía en inglés. Mi cabeza colgará, junto a la de ellos, del palo mayor. Una cortés deferencia por una vida dedicada a la escritura.
Ya termino. No sé si alguien leerá esta historia. Desde que estoy amarrado no he hecho otra cosa que contar mi vida, pero ya no puedo más.
Desde mañana sólo escribiré mi nombre.


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