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miércoles, 9 de febrero de 2011

CONFESIÓN

El tema del Tintero de esta semana es "Soy X y soy..."
Aquí os dejo lo perpetrado:



CONFESIÓN.

          Conocí a mi mujer en la facultad, hace casi diez años. Tenían que haberla visto entonces…Sin ser una belleza llamativa, de las que hacen que vuelvas la vista, tenía una gracia especial, como si desprendiera algo mágico al moverse, al sonreír, al mirar. Como si fuera capaz de iluminar el mundo a su paso. Todos estábamos enamorados de ella, todos. Por eso, cuando después de mucho insistir, conseguí que me eligiera, me sentí el hombre más feliz del mundo.

          Ella era popular, ya les digo. Participaba en un grupo de teatro universitario e incluso escribía pequeñas piezas de teatro para niños. Yo no compartía con ella esa afición, que me parecía una pérdida de tiempo. Tampoco me gustaba la gente con la que se movía, mucho giliprogre, mucho vago y mucho salido, sin oficio ni beneficio. Los tios iban allí por lo que iban, y las tías para qué contarles…Las primeras broncas que tuvimos fueron, precisamente, a cuenta del dichoso grupo de teatro. Broncas normales, peleas  de novios, sin mayores consecuencias. Lo que pasa que yo tengo el pronto que tengo y luego, lo reconozco, soy algo rencorosillo y, bueno, por ir avanzando, al final se dio cuenta de que yo tenía razón y entre que estábamos preparando las oposiciones y la boda, gracias a Dios dejó aquella tontería y nos casamos.

          A los seis meses de la boda, mi padre murió de un infarto fulminante. Tuve que hacerme cargo del negocio familiar, un almacén de pinturas que siempre había odiado y del que comíamos mi madre, mis tías y yo. No quedaba otra, debía de abandonar mi sueño de ser profesor y poner los pies en el suelo. Ella seguía estudiando y llevaba la casa mientras yo me pasaba el día entero en el almacén, intentando remontar una crisis que, más que una amenaza era una certeza. Pero éramos felices, al menos eso creía yo. Cuando llegaban los fines de semana lo único que me apetecía era quedarme en casa y disfrutar de mi hogar y de mi mujer. Era lo que yo había visto en casa, lo normal. Mi madre nunca se había quejado, al contrario, disfrutaba. Pero ella no, ella quería quedar con gente, ir al cine, salir a cenar…¡como si pudiéramos permitírnoslo! Un viernes llegué a casa agotado y de mal humor, porque me había fallado una venta importante. Ella me esperaba muy arreglada, demasiado para mi gusto. Me acuerdo que llevaba una falda de cuero, corta, que entonces se llevaban mucho y se había pintado como una puta, con perdón. Sin contar conmigo para nada se había permitido el lujo de quedar con unos amigos de la facultad. ¡A quién se le ocurre! Y la tuvimos, claro que la tuvimos. Por abreviar, que no es agradable recordar esas cosas, fue la primera vez que le levanté la mano. No una paliza, como vinieron después , gamos que fue un bofetón bien dado porque,desde luego, ella tampoco  se quedaba callada.

         Nunca se olvida la primera vez.

          A partir de ahí todo cambió. Aunque le pedí perdón de corazón cientos, miles de veces, y ella, aparentemente, me lo concedió. Pero solo aparentemente. Yo sabía que aquel episodio, porque sólo fue eso, un episodio fruto de un día frustrante, había abierto entre nosotros una brecha profunda. A ella se le apagó la mirada, se le fue la alegría. En sus ojos veía desconfianza y temor. No aguantaba ese frio que se había instalado entre nosotros. Empecé a sentirme culpable.

Para colmo de males, ella aprobó la oposición. Digo “para colmo de males” a propósito, aunque sé que parece egoísta por mi parte, pero todo tiene su razón: conseguir una plaza de profesora significaba peregrinar de centro en centro, posiblemente fuera de nuestra ciudad, seguramente fuera de nuestra casa. ¿Qué pasaba conmigo?, ¿qué lugar de sus planes reservaba para mí? Ninguno, lo sabía de sobra. Todo respondía a un plan trazado de antemano para abandonarme, no había duda. Miraba su cara de satisfacción mientras hablaba por teléfono con esa gente, la que le llenaba la cabeza de malas ideas y me sentía un pelele, un calzonazos. Incluso los amigos de la peña me lo insinuaban, con mucha risita incluída: “Joder, pues echa el cierre al almacén y que te mantenga la profa, ¡menudo chollo!.

Y así ocurrió: el negocio quebró, por fin. No me dio ninguna pena. Cuando a ella le dieron destino provisional en una ciudad distinta, preferí acompañarla en lugar de dejar que se fuera sola. Quise verlo como una oportunidad, pero me engañaba.

La vida te pone trampas, estoy seguro. El primer día que fui a buscarla a la salida del Instituto, me encontré con un conocido de la Universidad, un tipo que estuvo loco por ella. ¡Qué coincidencia! Fingí alegrarme por ella, por él, por mí, porque ya no estaríamos solos en aquella ciudad desconocida. Fingí que me gustaba acompañarlos de vinos, con los demás compañeros, pero estaba expectante. Soy hombre y sé ver cuándo otro tío se interesa por lo que es tuyo. No me iba a quedar quieto mientras ese cabrón me la intentaba quitar. A ella se lo dejé claro: ni una te pienso pasar, no te vas a librar de mí tan fácilmente. Empecé a seguirla, total, no tenía otra cosa que hacer. Había dejado de mirar los periódicos en busca de trabajo. ¿Para qué?

Podría echarle la culpa al alcohol, pero no sería sincero, ni con ustedes ni conmigo. Bebía porque la bebida me daba coraje para pegarla y la coartada para seguir haciéndolo mitigando la culpa. Pero, si he dado este paso, si estoy ante todos ustedes, vaciando mi vida ante desconocidos, es porque quiero dar el paso adelante que necesito para no suicidarme ahora mismo. No sé si soy sincero o soy brutal. No sé si lo lamento o me alivia, pero voy a reconocerlo: únicamente me sentía vivo cuando la veía arrinconada, protegiéndose la cabeza de mis patadas, sin atreverse a levantar los ojos. Cuando sabía que se moría de miedo al meter la llave de casa en la cerradura.

Un día me dijo que quería el divorcio. No me cogió desprevenido, ni mucho menos, pero yo llevaba un tiempo pensando en que quizá un hijo nos uniera, que quizá un bebé de los dos volvería a acercarla a mí. Que un niño pequeñito al que habría que cuidar me sosegaría, daría sentido a mi vida, quizá la fuerza necesaria para que yo volviera a estudiar, para que yo también, que no era más tonto que ella, sacara unas buenas oposiciones…

No lo entendió. Aún puedo ver su cara de perplejidad. Se sentó en la cama y se tapó la cara. Juro que creí que se estaba riendo de mí. Lo juro. Ahora sé que, precisamente, se trataba de lo contrario. Eran sollozos, pero yo, no sé cómo, me confundí.

Descargué sobre ella toda mi rabia. Me vacié. No quedó dentro de mí ni una brizna de ira: toda la recogió ese cuerpo al que lanzaba contra las paredes, ese cráneo que manchaba de sangre el cuarto, esa carne en la que mis botas percutían una y otra vez…yo gritaba, ella también, quizá los vecinos hacían lo propio. No oía nada más que el bombeo alocado de mi corazón retumbando en mis oídos.

Cuando todo acabó y la vi, pensé que la había matado.

Entonces huí.

El resto ya lo saben. Ustedes están aquí como estoy yo, para que la vergüenza nos cubra. No espero de esto nada más que mirarme en el espejo y sentir la humillación de ver que he sobrevivido y quizá, alegrarme de que ella haya conseguido librarse de mí.

Me llamo X y soy un maltratador.



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