ANTÍGONA, EL SAPO Y LA TORTUGA
Entonces
tenía quince años, la cara llena de granos, los libros prestados y la vergüenza
enorme de no necesitar sujetador.
Me
sentaba en la última fila con Pilar Navarrete, la más gorda, la más grasienta,
la que vivía permanentemente envuelta en un pestilente halo a cebolla cocida.
Me habían ordenado ser su compañera de pupitre porque siempre obedecía sin
rechistar. Porque era pobre, plana y con granos. Porque pasaba tan
desapercibida como si faltara a clase. Porque sólo era una rata de biblioteca
que sacaba buenas notas.
Y
porque Pilar Navarrete me daba mucha pena.
Los
profesores entraban y salían del aula donde se hacía la vida imposible a Pilar
Navarrete ajenos a su sufrimiento, habitando otro mundo cuyas coordenadas
guardaban en una cartera de piel, junto a sus gafas, manuales y agendas. Abrían
la puerta, pasaban lista, daban sus clases y se iban. Y cuando cerraban volvían
de nuevo las collejas a la pobre Pilar, los insultos, la crueldad destilada en
cada signo, en cada gesto de aquella jauría de chicas de piel suave,
uniformadas con zapatos castellanos y vaqueros de marca cuya única finalidad en
la vida era jactarse de haber merendado tortitas de nata en el Vips de
Velázquez. Yo temía a “la jauría” y a la vez las despreciaba profundamente.
Pero también deseaba arañar para mí un
ápice de su atractivo, de su desparpajo, de los chicos que las amaban. Por la
mañana, al despertarme sabiendo que debía encaminarme a clase, sentía crecer en
el centro de mi estómago mi propia envidia, mi rencor, mi cobardía, como crece
un sapo o un bubón. Y no encontraba desahogo que me aliviara porque ni siquiera
en las palabras de los libros que siempre me habían acompañado hallaba
consuelo.
No
puedo recordar el nombre de aquella profesora de Filosofía. Resulta paradójico
que el paso del tiempo borre de tu memoria pormenores esenciales de las
personas que más han influido en tu vida, tales como el nombre, y conserve lo
anecdótico, como que cuando llegó las acacias empezaban a dar esas flores que
llamábamos en el barrio “pan y quesito”. Pero también que era joven, que se
sentó en la mesa del profesor, nos preguntó el nombre y después sacó de su
mochila un libro enorme de Mitología.
Había
venido a sustituir a “El Tostón”, el titular de la plaza de Filosofía que se
acababa de jubilar y que conseguía dormir a la mitad de la clase con aquella
voz monocorde y pastosa.
Todo
lo contrario a aquella profesora que paseaba entre los pupitres explicándonos
las cuestiones fundamentales de la existencia humana con la misma pasión del
juglar que relata una gesta o del poeta que se vierte en un gran amor. Yo la
seguía, hipnotizada por el movimiento de sus manos, y pronto aquellos griegos
muertos con los que nos dormía "El Tostón” se convirtieron en auténticos y
aguerridos héroes del pensamiento. Estaba fascinada. Acudía a la biblioteca del
Instituto con hambre de ideas y de palabras. Cuando terminé de leer todo el
legado de Platón, me atreví a dar un paso adelante: solté amarras, dejé correr
a mi mano y comencé a escribir.
La
profesora, con ese instinto que poseen los buenos maestros para reconocer lo
mejor de sus alumnos, se dio cuenta de lo que estaba viviendo y, poco a poco,
comencé a ser visible: Me nombraba, me preguntaba para que contestara algo que
sólo yo sabía, me animaba a leer en alto las redacciones que mandaba como
deberes y me dedicaba un gesto de aprobación o de cariño o un “excelente” que
me señalaban el camino a la cuartilla en blanco, a la escritura.
El
efecto perverso fue que “la jauría” se fijó en mí y comenzó a hacerme la vida
imposible, con una saña distinta a la empleada con Pilar, más sutil, más
retorcida, haciendo sangre de mi ropa heredada y de mi amor a la lectura. Yo
temía tanto sus dentelladas que, poco a poco, empecé a emular los ardides defensivos
de mi compañera de pupitre y me escondía dentro de mí, en lo más profundo,
donde no llegaban las puyas ni los motes. En la fila de atrás, dos adolescentes
se convertían en dos tortugas aterradas.
Hasta que, en el mes de junio, las acacias perdieron sus flores, el Instituto
cerró sus puertas y llegó el verano con sus eternas tardes bajo los álamos del
rio, allá en el pueblo.
En
Septiembre, la rueda volvió a girar y los quelonios regresamos a nuestro
hábitat natural, separadas del resto, al final del aula, bajo los percheros.
También
volvió mi querida profesora, con más ánimo y más proyectos:
―
Queridas alumnas, en este curso vamos a llevar a cabo un experimento didáctico
que llevo tiempo intentando sacar adelante. Creo con total convicción que todas
las respuestas que buscamos en la Filosofía han sido ya escritas, además, por
los grandes autores del teatro, desde Eurípides hasta Bertold Brecht. Os
propongo que nos acerquemos al temario con otra perspectiva y, con vuestra
colaboración, a partir de ahora trabajaremos con escenas y personajes, con la
tragedia y la comedia. ¡Chicas, vamos a hacer teatro!
Sentí
un vértigo en el lugar donde se escondía el Sapo que vivía en mi interior. Me
emocionaba la idea pero no me sentía capaz de expresarme frente a un público,
cuando solo con leer mis redacciones temblaba y apenas me salía la voz.
La
profesora fue asignando roles y yo percibí cierta intencionalidad apenas
disimulada: parte de “la jauría” se convirtieron en las brujas de Macbeth; otra, la peor de ellas, fue Francisca de “El sí de las niñas”.
Esperábamos el viernes con ansia porque acogía la sesión de teatro como colofón
del tema semanal y así disfrutábamos del trabajo de una Celestina, bien
envejecida por el maquillaje o de una Molly interpretada por la chica más
simpática de la clase…
La
profesora llegó a mi pupitre y me entregó un texto, un texto breve, apenas dos
folios bien mecanografiados.
―
Te entrego a “Antígona”, vas a interpretar a la joven Antígona frente a
Creonte, plantando cara a la muerte. La he elegido especialmente para ti porque
sé os parecéis mucho, aunque tú aún no lo sepas.
Enrojecí
de puro terror. Entonces Pilar Navarrete Vera salió de su caparazón, me cogió
la mano, me miró y me dijo aquellas palabras:
―
Yo te ayudaré.
No
me costó aprenderme el texto. No me costó leer la obra de Sófocles y menos aún
admirar el valor de aquella pequeña griega y su compromiso con la justicia, con
lo que era correcto, con lo que estaba por encima de la ley del hombre por muy
poderoso que fuera.
Pilar
y su olor a cebolla dirigieron mis ensayos.
―
Alza el puño― me decía― mira a los ojos a ese asqueroso tirano y sube el puño.
Que sepa quién manda en Creta…
Lo
pasamos muy bien aquella semana. Nunca imaginé que Pilar tuviera esa sorna, un
sentido del humor fino que empezaba burlándose de sí misma y terminaba con
cualquiera.
―Me
importan un pito esa panda de borregas, sus tonterías y sus abrigos Loden. Antes
me meto en la cueva con Antígona que dejar que las pijas me coman la moral.
Se
rio mucho cuando le conté mi “Teoría de las Tortugas” y me dio la razón:
―
Pues eso mismo pero sin sufrir.
Cuando
llegó el viernes se desvanecieron las risas, el ánimo y hasta el texto que
había memorizado. Me sentía paralizada por el pánico, ahí, tras la puerta, con
mi pelo recogido en una alta cola de caballo y la túnica blanca que Pilar había
improvisado con una sábana de lino de su abuela.
La
profesora abrió, me tomó de la mano y me introdujo en el aula. Su mirada
expresaba admiración:
―Preciosa.
Nunca he conocido una Antígona más bonita que tú.
Subí
a la tarima. Las vi. A ellas, al público, con “la jauría” copando los primeros
sitios. Y también vi a Pilar, que se levantaba, se dirigía a zancadas al primer
pupitre, cogía del brazo a la cabecilla de ellas, a la más desalmada y le
espetaba como un bofetón:
―
Aparta. Aquí me siento yo.
Entonces
se hizo el silencio y habló Antígona, desde dentro de mí. Desde el lugar donde
habitaba el Sapo, fulminándolo. Con el puño en alto, frente a la muerte:
―
¡Oh sepulcro, cámara nupcial, eterna morada subterránea que siempre ha de
guardarme! …
Crecí
y me hice maestra. Mis alumnos han sido flautistas en Hamelín, Reina Maga de
Gloria Fuertes, Principitos de cartón
piedra o sombras bajo la luz negra. Cuando he podido, he llenado autocares de
chavales alborozados para ir a la ciudad a ver levantarse el telón.
Y
nunca, nunca más volví a ser tortuga. Amparada en Antígona y en la mujer que me
la mostró, sé combatir al Sapo, alzo mi puño frente a todo lo que considero
injusto y ya no me callo.
precioso ,me imagino que tendrá algo de real si no todo.besos
ResponderEliminarTiene mucho de autobiográfico. Mucho. No recuerdo el nombre de la profesora de Filosofía, pero sí el de la de Literatura, Conchita Anda. Ambas tuvieron gran parte de culpa de lo que soy.
EliminarTambién existió Pilar, la pobre mía, con un problema endocrinológico importante, y las pijas de "la jauría". Pero yo no era tan sumisa. Ni mucho menos.