SAMARITANAS
Primero escuchó una voz aguardentosa,
pasos alejándose y el silbido inconfundible del afilador.
Después intentó abrir
los ojos y se encontró con que apenas podía resistir el peso de corcho mojado
en que se habían convertido sus párpados. Una cuchillada de dolor le recordó la
patada en las costillas y, al intentar incorporarse, la náusea se le vino desde
el centro de las entrañas hasta el cielo de la boca, como una marea.
— ¡Paca, maricona, trae la palancana que
este tío va a potar!
Echó de su cuerpo lo que no está escrito; después,
agotado por el esfuerzo, se volvió a desmayar.
—Ya vuelve en sí, Miserias.
—Amos que... ¡vaya regalito que nos has
traído, primo! Pa otra vez que vengas de visita, te mercas un jamón o una
botella de Fundador...
—No le iba a dejar ahí tirado, joé, Pepe,
como un perro en mitá la calle....que no tié a nadie el Profesor,
que son ya muchos años juntos, Pepe, entiéndelo.
—Está bien, está bien. Total, si entre los
pobres no nos echamos una mano...además donde comen tres comen cuatro,
Miserias. Eso sí: en cuanto se tenga en pie, sos vais, que ya ves el
panorama.
Pudo entreabrir los ojos y, cuando consiguió
fijar la vista, la visión que se presentó ante él le sumió en un estado de
alarma, sin conciencia de estar despierto o en mitad de una pesadilla:
— ¡Atrás, oh siniestras Parcas! ¡Alejad vuestras
horrendas fauces de mí, que aunque mero mortal, sé defenderme cual Perseo!
— ¿Pero qué dice este tío, Miserias?, ¿nos ha
llamado horrendas?
—No pasa nada, Paquita...es que como fue catedrático
de literatura, cuando se le va el oremus recita cosas de los libros.
Paca La Delirios, Francisco José Rebolledo,
nacido en Totana, Murcia, según constaba en su DNI, se acercó al catre y le
puso su mano peluda pero de manicura impecable en el hombro, para
tranquilizarlo.
—Señor Profesor, no se preocupe usté que
está en buenas manos. Mire, que su amigo de usté El Miserias, que es
primo de aquí la Cococha, le ha traído porque le han dao a usté
una paliza unos esquinjeis de esos. Que está usté en nuestra
casa, de la Cococha, de la Mari la Tóxica y de la mía que me llamo Paca, pa
servirle.
—Qué bien te explicas, maricona
—Pues porque yo lo único que envidio en esta
vida es la cultura, Mari, que te lo tengo dicho, que a mi me da mucho respeto
la gente que tié una educación y que se saben de expresar y también de
libros.
El Profesor iba mirando atónito aquellos tres
rostros en los que un asomo de barba sombreaba la mandíbula, aquellas bocas
desdentadas como abismos, de labios en los que el carmín se cuarteaba; aquellas
cabezas de greñas artificiales; aquellas vestimentas chillonas como de puta
pobre.
—¿Cococha, Cococha?...—atinó a balbucear—¿Qué
clase de nombre es Cococha?
—Cococha Nell, mi nombre artístico, Profesor—
contestó el más corpulento— Llámeme Pepe, si se encuentra más cómodo. Somos
artistas. Transformistas. Trabajamos aquí mismo, en una boite de la
calle la Ballesta...
—Él imita a Françoise Hardy porque estuvo quince
años en Francia, en la Renault. De ahí el nombre.
—Pero nadie sabe que imita a Françoise Hardy,
Mari, no exageres.
—Pues peor lo tuyo, que estás de señora de los
servicios, joía envidiosa...
Se enfrascaron en un chillerío que sólo sirvió
para agigantar el dolor de las sienes del Profesor.
—Señoras, por favor, señoras— suplicó— Les ruego
se compadezcan de este Quijote apaleado. Le suplico a las tres, cual Paris de
Troya frente a la manzana de la Discordia, que tornen quedas sus prístinas
voces, pues si el poder de Hera, el saber de Atenea y la belleza de Afrodita
precipitaron la guerra, en mi cráneo se libra cruenta batalla...
— ¿Qué dice, Miserias?
— Que os calléis, Pepe, o Cococha o como te
llames ahora, primo. Que os calléis.
— Le voy a traer un caldito que no se le salta
un gitano, profesor. Con su poquita de quina Santa Catalina...
— Mejor una tila, Paca
—Y un calmante vitaminado.
— Y luego una friegas con el linimento del tío
del bigote.
—Pero sin aprovecharte, so pécora, que eres una
pécora...
El Profesor alzó los ojos al cielo e intentó
mesarse los cabellos, pero no pudo. Mari la Tóxica y la Paca corrieron a la
cocina, si es que aquel rincón mugriento podía llamarse así y el Miserias
volvió a agradecer a su primo Pepe el gran favor que los tres estaban deparando al pobre Profesor.
Luego se fue, Valverde abajo, en dirección a
Telefónica, sorteando putas viejas y paletos comprando abrazos.
—Pa que luego digan los curas, tanta caridad,
tanto niño muerto...
Pensó, mientras le birlaba la cartera a un señor
de Soria.
Aterricé aquí por casualidad y por la quina, "que es medicina y golosina", y me engolosiné con el Miserias, sin saber en qué lugar estaba, hasta que te he visto Esther, con lo que me ha dado doble alegría.
ResponderEliminarBesitos.
Lo que me he reído al leerlo. La Quina Santa Catalina, la mejor medicina que tenía mi tía abuela Remigia contra todos sus dolamas.
ResponderEliminar