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domingo, 6 de noviembre de 2011

SOPAS CANAS





SOPAS CANAS
(HOMENAJE A JUAN FARIAS y AL ABUELO TOMÁS))
               La guerra que acababa de finalizar había pasado por aquel pequeño pueblo, dejando tras de sí aún más pobreza, más hambre y más huérfanos.
               El niño Tomás, cada mañana, recogía las cuatro cabritillas de sus vecinos y con ellas subía al monte, hasta el pino del Aprisquillo o hasta Arroyo Jerrero, allá bien alto, donde el agua corría brava y, hasta en los días más crudos del invierno, se hallaba alimento para que las cabras ramonearan. Todas ellas se ponían bien contentas cuando, al alba, el niño Tomás pasaba por las casas a recogerlas, sobre todo la Canelita, la cabra de la tía Filis.
               Como en aquel pueblo todos eran tan pobres, los vecinos no podían pagar al niño Tomás por su trabajo. Algunos le daban un cuartillo de leche que él llevaba raudo a sus hermanitas. Otros unas patatas o unos nabos del huerto. La tia Filis, tan viejita y retorcida como un sarmiento, cada mañana le daba un diente de ajo y un mendrugo de pan.
               Para que te hagas unas sopas canas, que te calentarán la tripa― solía decirle ella que siempre estaba muertecita de frio.
               Y eso hacía el niño Tomás allá arriba, en el monte, cuando sentía la queja del hambre dentro de él. Entonces sacaba del morral su cazo, lo acercaba a la lumbre que siempre prendía para calentarse y asaba el diente de ajo que le había dado la tía Filis. Después le pedía prestada, por favor, un poco de leche a la Canelita:
               ― Un poquito, Canela, sólo para entretener las tripas.
               Después desmigajaba parte del mendrugo de pan, lo echaba en el cazo y esperaba a que la leche de la Canelita hirviera y las migas se pusieran blanditas.
               ¡Qué buenas sabían las sopas canas!
               Muchas veces aquellas sopas eran el único alimento del día. Pero el niño Tomás no tenía motivo de queja, pues allá en el monte, con sus cabritillas, se sentía feliz, como si fuera dueño del aire, del agua del arroyo y de las nubes que pasaban con sus extrañas formas. También le hacía feliz bajar del monte con algún regalillo para sus hermanas: zarzamoras en septiembre, níscalos en octubre, coruja en febrero, espárragos en marzo…En invierno, cuando el monte se helaba y no encontraba nada para llevar, tallaba con su navaja pequeñas muñecas, o cacharritos. Pensaba que unas niñas que crecían sin madre necesitaban de un hermano mayor que las diera algún capricho, porque la tía Inés que les había recogido a la muerte de su madre, era buena mujer pero de carácter huraño. Bastante hacía por ellos.
               Lo peor llegaba después de los Santos. El niño Tomás, cuando llegaba el frío, se refugiaba a veces en un aprisco abandonado que casi estaba en ruinas. Fueron varias las veces que, sorprendido por la nevada, tuvo que pasar la noche allí, al abrigo, porque las sendas que bajaban al pueblo se helaban o quedaban ocultas bajo el blanco manto.
               Al niño Tomás no le gustaba dormir en el aprisco, porque el viento gemía como las ánimas en pena y porque sabía que los lobos merodeaban, acercándose al olor de la carne fresca.
               Fue precisamente en una de aquellas noches. Por la mañana, antes de partir, la tía Inés le había advertido:
               Baja pronto, Tomás, mira que la veleta se ha puesto en mitad del monte y ya sabes que en haciendo tanto frío como hace, eso significa que va a nevar.
               Pero el niño Tomás se acordó demasiado tarde del consejo de su tía. La tarde se volvió oscura de repente y una terrible tormenta de nieve le obligó a guarecerse, junto con sus cabritas, dentro de las ruinas.
               Con mucha dificultad encendió una hoguera mísera y se dispuso a guisar sus sopas canas. Hacía mucho frío. Canelita y las demás se arracimaron cerca de él, con temor. Estaban inquietas, balaban con un gemido quedo, como si algo desconocido les agarrara por el pescuezo. Tomás sabía lo que era.
               El lobo.
               Efectivamente, la noche empezó a llenarse de aullidos, tantos que hasta el viento se asustó y calló. Pronto el oído del niño Tomás, acostumbrado a distinguir los sonidos de la naturaleza, le advirtió de unos pasos leves que se acercaban. Las cabras corrieron como locas hasta el rincón más oscuro, sólo la Canelita permaneció valiente al lado del niño Tomás. Hasta la hoguera, asustada, se apagó.
               Primero fueron dos ojos amarillos entrando desde la oscuridad de la noche. Luego refulgió el blanco de los colmillos y el aire se llenó de un hedor a fiera hambrienta.
               El lobo había conseguido entrar.
               El niño Tomás cogió su cayado dispuesto a defender con su vida las cuatro cabritillas que estaban a su cuidado. Sostuvo la mirada de la bestia para que supiera que pelearía y le chilló sin miedo:
               ¡Fuera de aquí!
               Entonces un rayo de luna se abrió paso e iluminó la estancia, justo para que el niño Tomás viera a dos lobeznos, que rodeaban a su madre la loba, herida por un cepo en una pata.
               El niño Tomás comprendió que, lejos de hacerles daño, aquellos pobres animales estaban tan asustados y hambrientos como él.
               Sólo tenía sus sopas canas y no estaba muy seguro de que fueran alimento propio para fieras tan feroces. Pero los lobeznos despejaron sus dudas: se acercaron al cazo que el niño Tomás les ofrecía y dieron buena cuenta de él. Hasta la madre loba comió de aquellas sopas de leche, pan y ajo y después se tumbó para que sus hijitos buscaran el calor de su tibio cuerpo.
               Aquella fue una larga noche. El niño Tomás y Canelita apenas podían apartar los ojos de la loba y sus hijos. Cuando llegó el día, el niño Tomás había conseguido quitar el cepo de la pata del animal y se había ganado su reconocimiento.
               Por la tarde bien se cuidó el niño Tomás de recoger a tiempo a sus cabritas para poder llegar a casa a tiempo. Estaba cansado. Necesitaba el fuego de su hogar, a sus hermanas e incluso a su tía Inés. No tenía ajo, no tenía mendrugo de pan. No podía pedirle más leche a Canelita o en casa se quedarían sin su cuartillo de leche.
               Pero antes de salir a los nevados senderos, recibieron una visita: la de la madre loba y sus dos lobitos. Entre sus fauces llevaba una liebre recién cazada, que puso con reverencia a los pies del niño Tomás.
               Aquella noche hubo un festín en la casa. Y, desde entonces, se pudo ver al niño Tomás rodeado de amigos, en el monte.
               En compañía de lobos.  

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