Atención:

Licencia Creative Commons
Papeles de Nunca Jamás por Esther Requena se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-LicenciarIgual 3.0 Unported.

domingo, 29 de mayo de 2011

016

 

016

Podía escuchar su desesperación al otro lado del teléfono.

Le dije que respirara hondo, que mi misión era ayudarla, que me creyera.

Gimió, con un lamento apenas audible, como el último sollozo de un pájaro moribundo.

―Dime cómo te llamas, venga, confía en mí.

Reconocí el silencio.  Me habían enseñado cómo abrir un resquicio en el silencio; eran técnicas que en muchas, en demasiadas ocasiones, habían fracasado. Tenía que conseguir que me dijera su nombre. Como fuera. Era la única esperanza para vencer el terror. El nombre hacía que la persona emergiera, que respirase por debajo de la losa del silencio, la que sepultaba el valor.

―Rosa.

―Vale, Rosa, yo soy Inés. Vamos a hablar, ¿de acuerdo?

―Está subiendo la escalera.

Comenzó a llorar, suavemente. Podía sentir cómo las lágrimas se vertían incontrolables y mudas por su rostro. No era mal síntoma aparentemente. No era un llanto histérico, de los que aplastan la razón. Pero tampoco era alivio…La imaginé sentada en un rincón, con el teléfono en la mano, paralizada.

―¿Tiene llaves de casa?

―No. Cambié la cerradura―consiguió articular.

Su voz sonaba joven, muy joven.

―¿Estás sola en casa, Rosa?, ¿hay niños, ancianos…?

―No. Estoy sola…Inés…él…está aquí. Ha llegado. Está al otro lado de la puerta.

Escuché el timbre, claramente. Y la voz del hombre tan cerca como si yo estuviera al lado de Rosa:

―Rosa, vida mía…ábreme, amor. Sólo quiero que hablemos y que me perdones…

Ella callaba. Sólo aquel gemido de pájaro.

―No lo hagas, Rosa― le supliqué― No le creas. Volverá a hacerte daño. Rosa, ¿me estás oyendo?

―Sí.

―No le escuches. No te quedes ahí. Corta la luz, que no suene el timbre. Vete a la habitación más alejada y enciérrate.

El timbre sonaba insistentemente, intentando imponer  el ruido sobre cualquier germen de pensamiento. Sólo callaba para dejar paso a la voz del hombre:

―Por lo que más quieras, Rosa, déjame entrar. Te necesito, no puedo vivir sin ti. Te juro que nunca más, Rosa. Nunca más. No sé qué me pudo ocurrir, vida mía. Ábreme, por Dios. Hablemos…Mira, te he comprado unas flores… Estoy desesperado, amor mío. No sé qué hacer para que volvamos. Iré a terapia. Haré cualquier cosa que me pidas. Rosa, ábreme la puerta

Silencio de nuevo. Reconocí la amenaza del silencio:  significaba que el chantaje iba ganando terreno. Pude imaginármela abriendo la mirilla, contemplando el rostro lloroso del hombre arrepentido y sintiendo un nudo de compasión en la boca del estómago.

―Escúchame, Rosa. Es mentira, no le creas. Si le abres la puerta has perdido. Lo veo todos los días, Rosa. ¿Me estás oyendo?

―Inés…me da mucha pena. No es mal hombre, de verdad…Además, estoy embarazada y él aún no lo sabe. Quizá, cuando nazca el niño todo cambie…

―¡No, no, no! No pienses en eso ahora. Se trata de ponerte a salvo. Haz lo que te digo, Rosa: enciérrate y no le escuches. Rosa, le estoy oyendo. Ahora está aporreando la puerta. Se está poniendo muy violento. Si le abres te va a hacer daño. Mira, Rosa, vamos a hacer una cosa: tú sal de ahí y yo voy a llamar al 112, ¿de acuerdo? Tengo localizado dónde estás, en seguida vendrán y se lo llevaran para que no te agreda. Luego ya tomarás decisiones…

Activé el 112 y di la dirección desde donde Rosa nos llamaba. Se trataba de un lugar accesible en una gran ciudad. Desafortunadamente, por mucha celeridad que emplearan los servicios de emergencia, a veces el localizador fallaba o el sitio era tan recóndito que no se conseguía llegar a tiempo. Ojalá no fuera el caso. Ojalá pudiéramos salvar a Rosa.

―Ya van, Rosa. Me han dicho que llegarán en pocos minutos. Oye, Rosa, háblame de tu hijo. ¿De cuánto estás?, ¿sabes si es niño o niña?...

Ella lloraba.

―No quiero que le pase nada, Inés. Yo sé que él me quiere, que si se pone en tratamiento todo cambiará... Me da mucha pena. Y yo quiero que mi hijo tenga un padre…

―¿Sigue ahí?

―Sí. Está destrozado. Yo creo que ahora no tiene fuerzas para hacerme nada…

―¡No abras la puerta, no lo hagas!

― No puedo verlo así, Inés…no puedo.

Escuché cómo, durante un eterno instante, el cerrojo se arrastraba abriéndose por dentro de la cerradura. Escuché el chirrido agónico de la puerta y después un golpe seco y un alarido:

―¡Hija de puta!

Grité su nombre con todas mis fuerzas, con toda mi desesperación , con todo mi fracaso. Pero al otro lado del teléfono sólo me respondió el horror.

Y, a lo lejos, acercándose, la sirena de un coche de policía y unos pasos firmes subiendo las escaleras.

Habíamos llegado a tiempo.

2 comentarios:

  1. Pues no sé por qué, pero sale en mayúsculas y no lo puedo cambiar...snif.

    ResponderEliminar
  2. Será porque es un tema para tratar con guante blanco y letras mayúsculas....Esther...
    Es conmovedor, triste, pero tan real, que logra el objetivo: concienciarnos de que el mal existe y nos rodea, y logra a veces vencer nuestros mejores sentimientos...
    Un beso, cariño

    Ana Karam

    ResponderEliminar