TEÑIDA EN SEPIA.
(homenaje a dos escritores argentinos, dos)
Sentía tal indiferencia, tal hartazgo, que, antes de arrojarme al Sena, decidí vagar mi desesperación por el Quai Saint Michel.
“Decidió, así, despedirse de uno de los escenarios favoritos del tiempo que compartió con Marie” me dictó mi instinto de narrador, empleando un viejo truco al que mi mente acudía en las situaciones límites. “Se llama distanciamiento” me explicó el psiquiatra que me atendió cuando Marie me abandonó. “Total, lo mismo me da, sea lo que sea y se llame como se llame” pensé mirando el Sena. Había llegado a los muelles, a los puestos de libros de viejo, al olor a papel centenario, a las encuadernaciones ajadas por tantas manos persiguiendo palabras...Recorrí ese espacio dejándome envolver, por última vez, por un placer que mis abotargados sentidos reconocían como el que más dolor y más gozo me habían causado. Los libros, las historias, la pura vida, pensé, mientras trataba de alejar de mi la sombra de Marie.
— ¿Lo conoce?— me preguntó el viejo, el dueño del puesto en el que me había parado.
No me había dado cuenta, pero mis manos sostenían la edición de bolsillo Mondadori de “Jardines de Kensington”
—El autor es amigo mio— le contesté, perplejo.
El librero me miró hasta el fondo de los ojos. Más tarde intenté explicarme esa extraña mirada, intenté descubrir el indicio, sin enmascarar aquel instante con las certidumbres que ahora ya conocía. No pude.
―Se lo regalo.
―¿Por qué?
― Porque no sé leer bien el español.
En ese momento comenzó todo. Me fui del Quai con el libro entre las manos, quemándome. En Pont Marie, por fin, me apoyé en la barandilla y me fijé en las ligeras ondas que una suave brisa dibujaba en el agua. Abrí el libro y de él cayó, como una feuille morte, una fotografía.
Era el retrato de una mujer joven ante una casa victoriana. Era una fotografía antigua, teñida por el tiempo en ese melancólico tono sepia. Era, quizá, una calle de Londres, posiblemente en los aledaños de Kensington Gardens cuya arboleda se intuía en escorzo. Era Marie. Una Marie tristísima vestida como las mujeres burguesas de la primera década del siglo XX. En el reverso de la foto, alguien había escrito un nombre: Claire.
Aquella mañana no me lancé al Sena. Al contrario, recobré un vigor que apenas recordaba, el que me indujo a llamar a mi editor, que no daba crédito a sus oidos, a pedirle un adelanto a cuenta de mi esperada e inconclusa novela, a recobrar la dignidad frente al espejo y a tomar el primer vuelo hacia Londres.
Desde entonces busco el rastro de Claire-Marie por las calles que circundan aquellos jardines que fueron lugares de hadas y duendes. Llamo a cada puerta y muestro la fotografía desvaída. Recorro las calles y busco la perspectiva con la arboleda en escorzo. Escudriño cada fachada, cada verja...
Un día vi mi rostro en los periódicos, hace tiempo, quizá más de un año. Por él supe que mi editor me busca a mi tanto como yo a Claire, a Marie. Sé que ha mandado a la ciudad a mi amigo, a R., el autor del libro que guardaba la fotografía. Hace ya más de un año que agoté el dinero.
Las noches en Londres son más frías y en el agua del Támesis no se dibujan aquellas leves ondas, como en el Sena.
En mi bolsillo guardo la fotografía y el libro.
Y no, no estoy loco.
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