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Papeles de Nunca Jamás por Esther Requena se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-LicenciarIgual 3.0 Unported.

jueves, 25 de abril de 2013

SOCORRITO








SOCORRITO
Si le tocaba la tarde libre, Socorrito se arreglaba con mimo antes de salir de paseo con sus amigas. Como solía dejar la puerta entornada por si mi madre la requería por cualquier imprevisto, espiábamos sus idas y venidas frente al espejo al que había pegado con papel cello una foto de Sarita Montiel. Escudriñaba las facciones de su ídolo y luego aplicaba sobre su rostro sombras, rimmel y coloretes, como si los pinceles fueran varitas mágicas capaces de revelar, por arte de birlibirloque, los hermosos rasgos de la artista ocultos bajo la tosca faz de nuestra Cenicienta.
Cuando se daba por satisfecha, llegaba el momento por el que aguardábamos escondidos. Ella se miraba complacida, su cara reflejada en escorzo en el espejo, pestañeaba un par de veces, entreabría los labios levemente y cantaba:
—Neeeenaaaaaaaa, me decía loco de pasióoooon…
Nosotros, claro está, nos mondábamos de risa cuidando bien de ahogar las carcajadas, no fuera que mi madre nos descubriera y nos lleváramos una buena regañina del tipo “Parece mentira que hagáis burla de la pobre Soco, sabiendo cómo es... Tanto colegio de cura, tanto colegio de monjas para luego esto…”
Su paciencia se agotó el día que pilló a los mellizos chantajeando a la pobre Soco:
—Soco, si nos enseñas las tetas te damos una revista en la que sale la Sarita Montiel…
A partir de ese momento, mi madre blindó a Socorrito. Sólo bastaba una de sus miradas metálicas para congelar nuestra cuchufleta antes de que brotara.
Por mi madre y por Sarita Montiel, Socorrito siempre sintió auténtica devoción. En el caso de mi madre porque, al quedarse Soco sin el amparo de los suyos,  la había rescatado de un destino de “tonta de pueblo”. Sólo por pura bondad, porque en casa, sin pasar estrecheces, no íbamos precisamente sobrados y además el sentido de justicia de mis padres se hallaba en las antípodas de esa hipocresía disfrazada de caridad que se ejercía socialmente con las “chachas” o “el servicio”. Desconozco el origen del fervor que sentía por la Montiel más allá de que una prima suya se casó con uno de Campo de Criptana.
En aquellas mañana gélidas de invierno, ella  nos acompañaba al colegio cumpliendo con lealtad canina el mandamiento de mi madre de “que no se quiten el verdugo, Soco, que les da otitis y volvemos a tener la noche”.
¿Jugamos a fumar, Soco?
Entonces nos llevábamos el imaginario cigarrillo a la boca y soltábamos el vaho, una y otra vez, mientras cantábamos “Fumando espero al hombre que más quiero”, sintiéndonos mayores y sofisticadas. El juego terminó en la pubertad, lógicamente, cuando ya no llevábamos verdugos de punto picándonos en la cabeza, ni consentíamos con que ninguna compañía del mundo adulto nos arruinara la reputación y el cosquilleo en el estómago de presentir la presencia del chico que nos gustaba.
Lo sustancial del caso es que crecimos haciendo los deberes bajo su mirada analfabeta mientras escuchábamos “Peticiones del oyente” :
—Para Socorro Cañas con cariño,  de parte de quien ella sabe…
Y empezaba a sonar “El Relicario” o “Bésame mucho”, mientras Soco se ponía roja de alegría y aleteaba, riendo como ave precursora de primavera. Todos sabíamos en casa que ella misma era quien llamaba a Radio Intercontinental, Madrid y nos hacía gracia su ocurrencia. Cuando crecimos lo suficiente para alcanzar el teléfono que presidía la pared del pasillo, nosotros mismos llamábamos al programa, por darle la sorpresa. Lo hicimos en un par de ocasiones, de parte de Rafa Vallone o de su amiga Mari Carmen Sevilla.
Todavía recuerdo su cara de felicidad.
Recuerdos que vienen y se van mientras conduzco hacia casa de mi madre. Soco me ha llamado con urgencia: “que se nos ha roto la tele, Ángela, y tu madre va a querer ver Pasapalabra, verás cómo se va a poner si no funciona…” Mamá lleva cinco años con la mente secuestrada por el Alzheimer, cuidada con todo el amor del mundo por su Socorrito, con el mismo cariño y respeto con el que mi madre la trató durante toda su vida.  Cada vez creo más en la justicia poética, en la cósmica, en aquella que, más allá de la inmediatez humana, equilibra la balanza de nuestras vidas…
Por eso hoy ha terminado por fundir la vieja tele. Hoy, que ha muerto Sarita Montiel, para que me toque a mí darle la triste noticia a Socorrito.
Porque alguna vez, cuando aún llevaba un verdugo de lana en la cabeza, me burlé de su ingenuidad.
Así que me preparo, aprovechando el semáforo en rojo. Volteo levemente el retrovisor para ver mi rostro aparecer en escorzo. Parpadeo, entreabro los labios y canto:
Neeenaaaa me decía loco de pasióooooooon…

viernes, 19 de abril de 2013

EL QUE FUMA, EL RESENTIDO Y EL OTRO








EL QUE FUMA, EL RESENTIDO Y EL OTRO

—Le reitero que ahora resultaría imposible. No estamos en el Antiguo Régimen.
—Cierto. Entonces fue más fácil: el hambre saca la furia a la calle. Pero permítame  recordarle que quienes se atrevieron a formular la propuesta fueron tachados de idealistas y agoreros…
—Señores, por favor, que la audacia del experimento no nos aparte del rigor que se nos supone— terció el que fumaba, desde la penumbra rincón más alejado de la mesa de café— Dejemos a los Capeto en el pudridero y vayamos avanzando…
—Es más. Incluso pongo sobre la mesa un plazo. Cinco años.
El otro abandonó la confortable madriguera de su sillón chippendale y avanzó el torso hacia su interlocutor, desafiante.
—Creo, caballero, que es momento para recordarle el fiasco de las Torres Gemelas. Entonces también se atrevió a vaticinar tiempo y, sin embargo, erró en la mayoría de las previsiones.
—No es el caso. Entonces no contemplé con parámetros adecuados el riesgo que comporta la labilidad propia de la conducta del ser humano.
—Y sobre todo, reconózcalo, cierto desconocimiento de lo que es el intríngulis de lo musulmán. Y recalco lo de “cierto” de manera misericorde, porque mi natural elegancia me impide hacer leña del árbol caído.
El hombre dirigió una mirada furibunda al rincón desde el que apostillaba, no sin razón, el que fumaba. Si quería persuadir a los demás de los beneficios de tan arriesgado experimento debía usar todas las artimañas con audacia y convicción. A su favor, el peligro, la audacia, la aventura, la diversión… En su contra, unos cuantos encontronazos con la historia.
El otro volvió a repantigarse en el sillón y cruzó los dedos bajo su barbilla. Meditaba.
—Cinco años para acabar con la clase media y al sexto el estallido social… hum… Le ruego que exponga los distintos postulados de tan intrépido plan.
—Faltaría más: sostengo que, aplicando las medidas oportunas, podemos conseguir que las sociedades del sur de Europa fagociten su clase media, esa que ha crecido en condiciones sumamente favorables, con altos niveles de cultura, derechos y bienestar. Además propiciaríamos un reparto no equitativo de la riqueza, ya saben, saquearíamos a los pobres para darles todo su capital a los ricos y de postre —perdónenme por la expresión— les tocamos las narices corrompiendo las instituciones.
—¿Cómo?
—Con dinero, como de costumbre. Lo que no falla…
El que fumaba se acercó a la mesa de café. Cuando vio sus ojos brillantes, supo que había ganado la partida.
—Permítame una pregunta. ¿Mantiene el plazo de cinco años antes de la revuelta social?
Se la jugó. Echó mano de su hipócrita condición para permitirles una pequeña victoria pírrica. Costaba tan poco y tenía tanta necesidad de reparación…
—Después de Torres Gemelas, quisiera ser más cauteloso. Quien dice cinco, dice seis o siete… en ningún caso diez, ya verán.
—Otra cuestión: ¿Por qué el sur de Europa?
—Porque tienen sol y con eso provocan la envidia de los demás.
—¿Y en base a qué premisas podrá mantener alejada de la violencia a los sujetos de experimento? Lo digo por si es posible temporizar con más exactitud las diversas fases.
El otro siempre puntilloso. El caso era poner pegas y sacar defectos. Le contestó con todo el sarcasmo que se merecía.
—Con la Estupefacción y el Miedo, por supuesto.
“Toma Goebbels” pensó. Al fin y al cabo él no era el único que había fracasado en alguna ocasión.
El que fumaba asintió complacido.
—¿Qué recursos necesitaría?
—En principio, un ejército de zombies en los más altos estratos del poder.
—¡Resucitemos a la Thatcher, sí sí, sí!
Había conseguido despertar el entusiasmo en el otro. Era tan previsible…
—Cierto, cierto. Una mujer en Alemania. Buena idea.
—Y en los demás países los más tontos de la zombietud.
—¡Es genial! ¿Podemos poner unos cuantos mamporreros también?
—De acuerdo. Y salpicarlo con unas miles de mamandurrias por kilómetro cuadrado…
—¡Veréis cuando les quitemos las casas, la educación y la sanidad!
—¡Y cuando les digan que si no tienen para pan que coman pasteles!
—Eso ya lo dijo María Antonieta
—¡Que les corten la cabeza!
—¡Y que se hagan ilusiones con la Justicia y cuando crean que la tienen ahí…!
Le preocupaba especialmente España. ¿Y si esos españoles de sangre caliente le fastidiaban el experimento? Cinco años aguantando eran quizá demasiados para los hijos de Viriato, pastor lusitano.
—Un momento, señores. Aplacemos la ilusión porque quizá tengan que permitirme un recurso adicional para la sinpar España, que tienen un pronto muy malo.
—¿Para dispersar la atención y el raciocinio?
—Ello.
—Nada más sencillo: Un extra de fútbol.
Suspiró con alivio. Ya todo estaba atado y bien atado.
—Entonces, caballeros, comencemos sin más dilación: Procedamos a la caída de Lehman Brothers

jueves, 11 de abril de 2013

I DON´T LIKE MONDAYS




I don´t like Mondays



“No me gustan los lunes” chillaba la pantalla del ordenador encendido, letras rojas, palpitantes sobre el fondo azul del cielo artificial de Windows XP.

Ella solo había pedido un móvil nuevo. Solamente eso. Era su cumpleaños, sus dieciséis años recién estrenados, sin rozaduras, arañazos, golpes, ni huellas indelebles de dedos de otros. Como su viejo teléfono pasado de moda del que todos se reían en el instituto.

Sólo había pedido un móvil para su cumpleaños. Sólo deseaba eso.

Pero su padre le había regalado un rifle.

“Te estás haciendo mayor y tienes que aprender a defenderte”.

“No me gustan los lunes” escribió con letras de sangre en el cielo de mentira de Windows XP. Cogió el rifle y se fue andando al Instituto.

No miró hacia arriba, hacia el cielo azul de junio. Tampoco miró a las madres despidiendo a sus hijos en la parada del autobús, ni vio la alegría del reencuentro en los compañeros en el patio tras el fin de semana.

Hay gente a la que le gusta contar lo que han hecho durante el sábado y el domingo. A ellos, a los que tienen amigos, sí les gustan los lunes.

A ella no. A ella, el lunes escrito con letras de sangre le palpitaba poderoso, abriéndose paso dentro, anegando su mente, disparando sobre algún buen recuerdo, alguna canción, algún juego, algún amigo que sí llegó a tener. Reventándolos.

Sólo tenía dieciséis años.

Llenos de lunes.

En el fondo del bolsillo parpadeaba su viejo móvil, quizá la pantalla iluminaba el nombre de la chica rubia que la miró atónita cuando ella le apuntó con el rifle.

O el de cualquiera de las espaldas a las que disparó.

Su viejo móvil almacenaba el número de muchos chicos guapos que nunca la llamaron. Alguno de ellos yacía a sus pies, ya sin rostro.

Otros gritaban su nombre. Por primera vez…

Escuchó de lejos el grito de su padre y le imaginó diciendo a la policía: “Se estaba haciendo mayor. Yo sólo quería que aprendiera a defenderse”

Entonces el lunes dejó de galopar por sus sienes y miró a su alrededor.

Comprobó que sólo quedaba una bala en el rifle nuevo y pensó que había elegido el mejor día para morir.