RESPETO
Si le preguntaran, no sabría explicar cómo llegó a esa conclusión. Aunque, por supuesto, nadie iba a tener la tremenda osadía de preguntarle nada.
Fue, quizá, un leve temblor en la boca de Guido Ricci, algo parecido a un leve ascenso de la comisura derecha de sus labios. Pero no, no podía ser. Guido Ricci le debía favores. De no haber sido por él, la guerra con Paolo Monkeyface por la supremacía en el transporte y distribución de los melocotones murcianos habría terminado con las dos familias. Sin embargo...hubiera jurado que ese conato de burla, esa imperceptible mueca de desprecio había aparecido en la cara de Guido Ricci.
Sin duda.
Recordó a Don Emilio, al gran Don. Recordó su cara de sorpresa al recibir el primer balazo. Así debió mirar César a Bruto. Estupefacto, afligido, sin creer que su mejor pupilo había disparado el revólver. Don Emilio DiMarco le había enseñado todo sobre el negocio. Sobre todo a no confiar en nadie y a no tener piedad. Él mató al Don porque ya ninguno le guardaba el respeto. Estaban alrededor de una mesa, como ahora. Se preguntó si las circunstancias actuales se asemejaban tanto a las de entonces, a las de treinta años antes, o si era sólo el miedo el que disfrazaba la situación con los viejos ropajes de antaño.
Ahí estaban todos, mirándole. Ricci, Marino y Cosimo Moretti. Teresa The Fist tras él, trayendo de la cocina la enésima fuente de pasta. ¿Podía confiar en Teresa The Fist? ¿Podía comer sin peligro los gnocchetis de melanzane que portaba entre sus manos? ¿Quién le aseguraba que no quedara rastro de rencor en su corazón después de que Santino, su amado esposo, reposara en el fondo del canal calzado con zapatos de hormigón?
La botella de chianti seguía entre sus manos, bien sujeta. Él era el único en saber que sus manos sudaban. Solamente él sentía el vidrio frío de la botella a punto de resbalar. No podía permitir que aquello ocurriera, que la maldita botella de chianti se le escurriera y se estrellara contra el suelo ahí, delante de todos. El Don jamás ¡jamás! perdía la compostura. Una sola mirada bastaba para que la letal Moonshine, su prima y heredera (una mujer, ¿por qué no?) acabara con todos ellos. Antes de que el respeto debido a su calidad de Don reventara en mil añicos junto a la botella de vino.
Después la permitiría, una vez más, utilizar la motosierra. El mejor premio para ella.
—Mi primo no necesita ayuda— advirtió Gabby Moonshine ante el gesto de Guido
Marino. Y su voz, fría como la piel de un muerto, dejó en suspenso el aire.
Aquello estaba yendo demasiado lejos. Desde las tripas escuchó de nuevo la voz de la mamma: “Stronzo, no vales para nada. ¡Eras tú quien debería estar muerto en lugar de tu hermano Tomasso!” La mamma, Sabina Gambino, siempre le había despreciado. Ni siquiera cuando asumió el control del resto de las famigilas y puso en su dedo el anillo de Capo, fue capaz de ganarse la consideración de su propia madre.
La mamma se hubiera reído de él delante de todos y le hubiera llamado stronzo mil y una vez.
Por culpa de una maldita botella de chianti.
Era más de lo que podía consentir. La risa de la mamma muerta, la burla cobardemente velada de los demás, la amenaza de los gnocchis, la motosierra a punto de actuar...
y él de pie ante la mesa, con el abrecorchos en la mano, sudando e incapaz de abrir la jodida botella de chianti.
Sacó la pistola.
—¡Testa di cazzo, porca puttana, non mi rompere i coglioni!
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