Mi amiga Azalea nos ha hecho escribir sobre "Objetos Perdidos".
Aquí va la particular Oficina de Objetos Perdidos (OPP) que he visitado:
OOP
Buscó esa Oficina de Objetos Perdidos (a partir de ahora OOP) durante muchos años. Indagó en bibliotecas olvidadas, fisgó en archivos secretos, rebuscó entre legajos y pergaminos. Esa OOP existía, tenía que existir. Siguió indicios y corazonadas, terminó extraviado por lugares por los que jamás se le habría ocurrido pisar y se encontró con aventuras que nunca hubiera podido imaginar.
Pero fue en vano. Parecía que un dios travieso jugaba con él, que se entretenía en mover los hilos y hacer que vagara en una danza incomprensible, sólo por el placer que siente el poderoso al crear desánimo y desconcierto en el corazón de los seres insignificantes.
Continuó, incansable, hasta que la casualidad (o la piedad, o el hartazgo del dios travieso) le ofreció en bandeja la pista definitiva. Fueron unas palabras cazadas al vuelo en una conversación ajena. Una fruslería, una nimiedad. Otra burla más, después de tantos años de esfuerzo y sacrificio.
― ¿ Com es diu Sant Cugat en castellá , nen?
―San Cucufato.
Apenas daba crédito a sus oídos. ¡Era tan fácil! San Cucufato era el mediador ante el Cielo de los despistados; era el Mathama de las cosas perdidas. ¿Dónde, sino en San Cugat del Vallés, en el hogar de san Cucufato, podría hallarse la OOP que llevaba tiempo buscando?
Después todo fue muy sencillo. Tanto que sólo tuvo que mirar en las páginas amarillas para dar con la dirección. Un autobús urbano le dejó justo en la puerta principal, en los bajos de un vulgar edificio de oficinas. Sólo las siglas OOP, xerografiadas en el cristal traslúcido de la entrada, informaban sobre el cometido del local. Antes de empujar la puerta tomó aire. Sólo unos instantes le separaban del fin de su búsqueda. Había llegado, por fin, al final de su andadura.
Dentro sólo había una mujer joven, detrás del mostrador de información. Hacía sudokus.
―Sótano 1, oficina B, Atención al ciudadano ―le dijo, echándole una mirada desabrida.
―Pero…
― Sótano 1, oficina B, Atención al ciudadano y buenos días― repitió, esta vez sin dignarse a levantar la vista del sudoku.
Bajó por las escaleras y llegó a una sala grande, repleta de personas de toda edad y condición, tan variopinta como un catálogo de disfraces para carnaval. Se acercó a un señor antiguo de edad indefinida y ojos saltones, con el aspecto y el bigote de aquellos hombres que aparecían en los anuncios de linimento a principios del siglo XX.
― ¿Es usted el último?
― Mais oui, Monsieur.
Todos los asientos estaban ocupados. Se fijó en dos niñas gemelas con coletas acompañadas de un perrito faldero que iba pasando de los brazos de una a los de la otra. También en un numeroso grupo de personas que parecían desorientadas. Algunas estaban magulladas, otras presentaban un aspecto desaliñado, con las ropas hechas jirones.
Se abrió la puerta de “Atención al Cliente”. Por ella salieron dos figuras con terno gris, bombín y el rostro cubierto por una inexpresiva máscara blanca. Una llevaba en la mano lo que parecía un listado. Miraba a los allí presentes y consultaba su papel. Susurró algo a la otra figura, que acercó su boca al gramófono:
―Las señoritas y el perro, por favor.
Las niñas se aproximaron. Se hizo el silencio:
― ¿Dónde están las llaves?― Le preguntaron al unísono al de la lista.
― ¿Sus nombres, por favor?
―Matarile Rilerile― contestó y señalando a sus acompañantes, continuó― Matarile Rilerón, y el perrito Chimpón.
― Pueden pasar.
El del megáfono se dirigió entonces al grupo de gente desorientada:
―Atención, atención, señores viajeros del vuelo 815 de Oceanic Airlines. Lamentamos informarles de que en esta OOP no es posible atender su petición. Les rogamos se dirijan, preferentemente, a las oficinas de la Compañía Dharma.
Sólo quedaron el atildado señor antiguo y él. Todavía tuvieron que esperar más de media hora para que aquellos misteriosos seres volvieran a asomar, con su listado y su megáfono:
― Monsieur Marcel Proust, s´il vous plait…
Marcel Proust entró por la puerta y unos instantes más tarde volvía a salir, con una madalena en la mano. Le pareció que de debajo de su bigote salía un ¡merde! apenas audible.
Pronto sería su turno. Se quitó el sombrero para limpiar el sudor que el nerviosismo había hecho aflorar en su frente. Espero una eternidad, o al menos así le parecieron los escasos instantes en los que el tiempo real se dignó en hacer correr el minutero de su reloj de bolsillo.
Al fin salieron. No esperó a escuchar su nombre. ¿Para qué más demora?
A su espalda escuchó una barahúnda bajando por las escaleras y el rugido de una moto que frenaba: un niño maravilloso vestido con hojas de árboles capitaneaba un tropel de chavalillos que no paraban de jugar con espadas de madera. La moto iba montada por una exuberante rubia que, después de lucir melena, se bajó la cremallera de su mono de cuero hasta el punto justo.
― Ya está aquí la pesada que busca a Jacqs, José Vicente― le dijo el de la lista al del megáfono― Señorita, por favor, guarde su turno, que le toca al señor del látigo.
Había llegado el momento:
― Me llamo Indiana Jones y busco el Arca Perdida.
Y cruzó la puerta.
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