Llegó a mí envuelto en la rutina de cada día, ocho horas en el cuchitril donde registro los objetos que otros pierden. Debo describirlos en cuatro líneas, fecharlos y consignar el lugar donde alguien los encontró. Relleno fichas con mi máquina tartamuda, una tras otra. Ocho horas. Día a día. Billeteras, relojes, documentos, echarpes, llaves y llaveros. Y cientos, miles de absurdos que pocos podrían imaginar.
Incrédula, sostuve entre mis manos el dije que aparece en mis sueños: una libélula de plata labrada, entre cuyas alas brilla una esmeralda diminuta. Desde que puedo recordar, esa libélula se mece dulcemente ante mis ojos dormidos. Suave, muy suave, pendular, al ritmo de una nana apenas musitada…mis sueños se llenan de calma y yo me dejo ir.
Esos sueños evocan el único recuerdo que tengo de mi madre. Una noche se la llevaron y jamás regresó. Yo sabía que ya no vivía porque su rostro en la fotografía que preside el salón de la casa de su hermana, mi tía, es el de una muerta. De su cuello pende el dije, la libélula de plata con una esmeralda diminuta que un orfebre talló especialmente para ella. No existe otra joya igual, por eso sé que éste que velo entre mis manos le pertenece.
Aparenté normalidad, aparenté que mi corazón no galopaba desbocado. No me temblaron las manos al sostenerlo y, simplemente, apliqué sobre el dije el protocolo rutinario: lo describí, lo daté y lo fiché.
Después sólo tuve que esperar que alguien venga a reclamarlo.
Se retrasó poco, sólo un par de días. Nadie deja escapar una joya única si la ha perdido en un taxi. La reclamó un hombre corpulento y elegante, mayor sin ser viejo. Escuché cómo detallaba con deleite cada uno de los rasgos del dije de mi madre, su valor sentimental, su desolación por la pérdida. Cuando mi compañera se lo entregó, se quitó los finos guantes de cabritilla y sus manos helaron mi corazón. Eran unas manos crueles, de reptil, tentaculares. Tuve la certeza de que aquellas manos habían apretado el cuello de mi madre hasta que su vida dejo de latir y de que después habían arrancado el dije. Como el trofeo de un cazador.
Le seguí hasta su casa, a las afueras de la ciudad.
No sé cuánto tiempo permanecí frente a ella. No tenía ningún plan. Veía la luz encendida de una ventana, imperturbable. El hombre no podía dormir, quizá no se atrevía a cerrar los ojos. Seguro que entre sus manos sudadas apretaba la libélula. Seguro que en sus sueños no se mecía para acunarlo. Seguro que en sus sueños temblaba de miedo esperando la muerte. Entré.
Le vi frente a mí, como si estuviera esperándome. Me sonreía con desdén sosteniendo el dije del extremo de la cadena, retándome.
Me lo contó todo: cómo se había encaprichado de la inocencia de mi madre, cómo la había secuestrado, cómo la había asesinado. Cómo había sido testigo de mi soledad de huérfana, cómo había asistido con sorpresa a mi transformación hasta verme convertida en la viva reencarnación de mi madre; cómo había urdido el plan para atraerme hasta la casa con la ayuda del dije que él mismo había entregado en la oficina de objetos perdidos en la que yo trabajaba…
La historia de su obsesión volvería a repetirse.
Sé que nadie me creerá cuando lo cuente. No corren tiempos de fe ni nadie cree ya en los milagros. Pero mis ojos lo vieron. Algo, alguien, la mano invisible de mi madre muerta, le arrebató la pistola, la tiró lejos, le arrancó el dije de las manos y se lo clavó una y otra vez, con saña, en los ojos, en el cuello. La libélula se vengaba, el verde diminuto de la esmeralda se tiñó con el rojo de su sangre.
Tardó en morir. No dejó de mirarme mientras la vida se le escapaba a borbotones. Sostuve su mirada mientras agonizaba. Una eternidad. Sólo cuando todo volvió a estar en silencio me agaché a su lado, rescaté el dije, lo limpié y, sin cerrarle los ojos me dirigí hasta aquí, hasta la comisaría.
Aquí está, mírenlo bien: es una joya única, una libélula de plata labrada con una esmeralda diminuta entre sus alas.
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