LA SOLEDAD DEL MASCARÓN DE PROA
Hubo un
tiempo en el que avanzaba orgulloso partiendo las aguas en dos, como un enorme
arado que el dios del mar gobernara a su capricho por el único placer de
sembrar de espuma y vida la grandiosa llanura del Océano en calma.
Hubo
un tiempo en el que reventaba tempestades, como un audaz ariete contra murallas
de agua, como si el dios del mar envidiara el arrojo del hombre y castigara su
insolencia ordenando el ataque del viento y la rebelión de las olas.
Hubo
un tiempo en el que el sol secaba su rostro, la brisa le susurraba y la luna
teñía de plata la pátina de verdín que le cubría.
Hubo
un tiempo en el que los delfines danzaban a su alrededor. Hubo un tiempo en el
que soñó con sirenas…
Hubo
un tiempo en el que el dios del mar le deseó.
Y le engañó: “Verás sirenas” le dijo mientras lo engullía hasta lo más hondo de
su vientre, pero no fue cierto
Incrustado
en el fondo del abismo, el viejo mascarón de proa sobrevive; bajo el limo, el
tiempo ha ido enterrando su torso musculado y sus hombros de coloso. Sólo su
faz aguanta, digna, escorada a estribor. De su gran barco primero quedó un
escuálido esqueleto de madera que se fue desintegrando poco a poco, hasta
formar parte del cieno. El viejo mascarón de proa no lo echa de menos.
A
veces el viejo mascarón quiere volver a ser inocente y crédulo y sueña con que
el dios del mar no le haya olvidado del todo y se acuerde de su promesa. A veces,
muy pocas veces, se atreve a soñar con su sirena.
En
el oscuro universo, los seres vivos se respetan pero no se escuchan. En el
oscuro y lento universo no hay flores, ni siquiera humildes algas.
Ahora
es ciego, como la multitud de criaturas que flotan perezosamente a su
alrededor: frágiles octópodos
transparentes con aletas como grandes antenas; millones de gusanos, habitantes
de la ciénaga; cangrejos albinos, larvas envueltas en capullos relucientes y peces monstruosos de grandes bocas, siempre
hambrientos.
Primero
llega un rumor, de lejos, de arriba. Después todo tiembla y los seres abisales
huyen y se esconden.
Una columna
de luz horada el frio y comienza una lluvia de fragmentos del mundo exterior.
El viejo mascarón de proa reconoce los signos del hombre en los objetos, las
materias y los atavíos.
No los ha
añorado. Sabe que en breve serán nada.
Son sus
ojos ciegos los que la presienten, los que la ven caer. Una sutil danza
acompaña su descenso. No es una sirena; su cuerpo no aletea; su boca no sonríe.
Allá arriba
dejó su vida. Es una náufraga, como él.
El dios del
mar lo permite. Los brazos de la muchacha muerta se enredan alrededor del viejo
mascarón de proa, que la acoge y la protege, agradecido.
Hubo un
tiempo en el que el viejo mascarón de proa quiso gritar su soledad al frio,
lento y oscuro universo. Ahora, abrazado a su náufraga, sólo espera que llegue
otro tiempo en el que la vida siga su
curso y trueque la materia fundida de ambos en las únicas plantas del abismo:
las pétreas ramas de los corales.
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