De
él, de su existencia física, apenas
recuerdo el pestilente olor a vino rancio que me asfixiaba las noches en las
que se colaba en mi alcoba.
Y la
náusea.
Cuando
murió, desapareció de la casa cualquier signo de su existencia. No quedó ni una
fotografía, ni un papel con su firma, ni un pañuelo con su inicial bordada. Su
rostro se borró de mi memoria con la premura de un consuelo, pero mi
imaginaciónle fue dotando, durante el
poco tiempo que me dejó de infancia, con la faz de los monstruos que fui
recolectando en las páginas de los libros prohibidos o en los carteles de las
películas que ilustraban los cines del barrio. Mi razón necesitaba encontrar la
explicación a la presencia que seguía atravesando la puerta cerrada y que se
cernía sobre mí. No podía ser él. Ya estaba muerto. Y para creérmelo, para
buscar al culpable de ese insomne terror que callaba y que sorbía mi ánimo y la
poca alegría que conservaba, le llamé “El Vampiro”
―
Hija, con qué mala cara te levantas― me decía mi abuela―
¿Has vuelto a soñar con el Vampiro?
Yo asentía
y ella seguía sus quehaceres, envuelta en su pena, abrumada por la
responsabilidad de criar sola a una nieta con el alma rota.
En algún
momento de mi adolescencia dejé de llamar a aquello “El Vampiro”. También dejé
de luchar, dejé de buscar razones o lógicas y, simplemente, claudiqué. Cuando
me despertaba de repente -un grito, todos los gritos naciendo y creciendo de mi
vientre hasta mi boca cerrada- y el aire se espesaba y adquiría la corporeidad
de la telaraña; cuando sentía su aliento frio de vino muerto sobre mi rostro;
cuando todo mi ser se paralizaba, yo, simplemente, intentaba aislar la mente de
la locura y repetía los poemas que amaba con la cadencia machacona de las
letanías: “Es que quiero sacar de ti tu mejor tú es que quiero sacar de ti tu
mejor tu es que quiero sacar de ti tu mejor tu”. Yo le dejaba hacer y, cuando
se marchaba, me quedaba llena de asco y de horror.
Con la
náusea.
Todo cambió
cuando Juan llegó a mi vida, cuando su ternura rompió los muros que me
sitiaban, cruzó todas las fronteras y se quedó a mi lado.
Durante
todos los años que compartimos, en ninguna noche me faltó su abrazo protector.
Su respiración al lado de la mía blindaba mi sueño y yo, por primera vez en mi
vida, supe lo que se sentía al confiar en alguien. Supe lo que era sentirse a
salvo.
Llegué a
creer en que yo sola había creado al monstruo, en que aquella presencia que
aterrorizó mi vida no era sino el producto de mi perturbada fantasía que se
defendía así, ocultando los recuerdos.
Hasta la
noche que regresó para reírse de mí, cuando rompió mi descanso con un mensaje,
un relámpago, una certeza, una voz mezquina, una carcajada:
―Juan
va a morir.
La náusea
ya no me abandonó. Se me alojó dentro y me acompañó durante toda la enfermedad
de Juan, en su agonía, en su velatorio, en su entierro, como una hermana
siamesa pegada a la boca del estómago.
Hasta esta
noche.
Las
pastillas aún no habían hecho su efecto. Yo esperaba a que la química obrase el
milagro, ansiando la suave caída al pozo del descanso. Los familiares rumores
de la casa–el goteo monótono del grifo del lavabo, la puerta de madera
crujiendo levemente- me iban llegando cada vez más lejanos. Echaba de menos la
tibieza del cuerpo de Juan y su abrazo…
Sentí la
puerta entreabrirse y supe que había llegado. Ahí estaba de nuevo, el vencedor,
el poderoso, el absoluto dueño de mi vida y de mi muerte. El aire volvió a
cuajarse de podredumbre y el hálito helado que tan bien conocía se precipitó
sobre mi rostro, como una cuchilla que cortara mi propio aliento. Quise gritar
y no pude: la náusea ascendía como fuego, ahogándome.
Unas manos
invisibles retiraban la colcha que me cubría, con un deleite obsceno. Después
hizo lo mismo con la sábana. Sonreía. Seguro. Quería encender la lámpara de la
mesilla, desenmascararle, dejarle desnudo e indefenso ante mí. Pero no podía
moverme. Dudaba. ¿Estaba soñando?, ¿estaba despierta?
Apenas
podía respirar. Tenía el grito atrapado en la garganta y el corazón a punto de
reventar de pura angustia.
La náusea
ya se había adueñado de mi ser.
Fue algo
instintivo: esas manos encarnadas únicamente de maldad levantaban mi camisón,
dejaban mis piernas, mi sexo y mi vientre a su merced, presto a ser violado una
y otra vez, como cuando solo era una frágil criatura indefensa que no sabía
nada de los monstruos que pueden guarecerse en la propia casa, en la propia
familia.
Y ocurrió.
Dentro de
mí estalló la rabia y una fuerza atesorada que desconocía, construida fragmento
a fragmento con todo el amor de Juan, con todos sus abrazos.
Y mi mente
le gritó, mirándole fijamente a los ojos:
―¡ NO
ME TOQUES!
Me levanté
y encendí la luz. Me levanté y vi como una niebla negra se esfumaba bajo el
dintel de la puerta.
Abrí las
ventanas. Abrí la puerta. La de mi alcoba, la de mi abuela. La de mi pobre
madre, que creyó haberme salvado…
Encendí
todas las lámparas de la casa y lloré, lloré y lloré. De alivio.
Cuando me
quedé sin lágrimas, vomité la náusea.
Aunque
amanecía, di las buenas noches a Juan, abracé su ausencia y me fui quedando
dormida, dulcemente…
Joder.....! Recuerdo que alguien una vez me dijo "Hay que escribir desde la herida...", cada uno desde su herida, desde luego, pero el talento... el talento determina el resultado. Y aquí hay mucho de las dos cosas. Precioso.
MARAVILLOSO, ESTERSITA.
ResponderEliminarJoder.....! Recuerdo que alguien una vez me dijo "Hay que escribir desde la herida...", cada uno desde su herida, desde luego, pero el talento... el talento determina el resultado. Y aquí hay mucho de las dos cosas. Precioso.
ResponderEliminarMil gracias, Jose
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