EL LARGO Y
TORTUOSO CAMINO HACIA LA ESCUELA
Antes
de que salgamos de casa, mi madre nos lo advierte una y mil veces:
“No miréis
abajo cuando crucéis por el tablón. Pasad con decisión y con la vista al
frente”
El
otro día se cayó Hassan. Desde el otro lado de la azotea, Fátima y yo le
gritábamos que siguiera adelante, que no
mirara al suelo. Pero Hassan se puso nervioso y al final mira cómo está, el
pobrecito, con el brazo roto y escayolado. Mi madre le dijo a la suya que, en
el fondo había tenido mucha suerte, que podía haberse matado: “Mejor un brazo
roto que analfabeto”.
Yo sé que mi
madre sufre mucho cuando nos manda a la escuela. Muchísimo. Ella dice que
cuando seamos mayores lo comprenderemos, pero en mi caso, creo que no me hace
falta crecer: entiendo por qué es tan firme, aunque se quede con el alma en
vilo viéndonos partir.
Si no hay toque de queda y los soldados no
patrullan por la calle no tenemos tanto problema. Sólo el de siempre: que toque
la sirena porque vienen los aviones y tengamos que desalojar el colegio
corriendo, pero afortunadamente nos hemos ido librando de las bombas y, como
dice mi maestra, tenemos un techo que nos cobija y una pizarra para escribir en
ella, al contrario que otros niños de la Franja que no han tenido tanta suerte
y se han quedado sin escuela o lo que es peor, sin vida.
Pero
si, como ahora, hay toque de queda, es
cuando realmente, el camino hacia la escuela se vuelve totalmente aterrador.
Prefiero mil veces atravesar los tablones de las azoteas a encontrarme de frente
con los soldados, porque ellos no miran. Disparan. De acuerdo con que la
mayoría de las veces sólo se trata de gas o de pelotas de goma y que eso no te
mata, pero que no tiren a matar no significa que no te odien. Yo procuro no mirar
los ojos de los soldados porque después no puedo dormirme por la noche y, si lo
hago, sueño con ellos y me despierto temblando y gritando. Por eso, cuando hay
toque de queda, como ahora, vamos lagarteando hasta llegar a la escuela:
corremos rápido por las calles en las que no están las patrullas y, si
aparecen, siempre hay algún vecino que nos abre la puerta de su casa y nos
esconde hasta que se van. Entonces salimos y volvemos a correr, pegaditos a las
paredes, sin perder la mochila, que luego nos quedamos sin libros y sin lápices
y es muy difícil conseguirlos, y, en cuanto oímos unos gritos o el paso
retumbante de sus botas, nos volvemos a esconder. No es como el juego del ratón
y el gato, porque ni nosotros ni los soldados queremos jugar, al revés: si nos
ven corren tras nosotros y nos mandan retroceder. No sé porqué nos impiden
llegar a la escuela, no entiendo qué ganan con ello, aunque, posiblemente, lo
que ocurre es que, simplemente, los soldados se limitan a obedecer órdenes de
sus jefes. Como siempre.
Por
eso yo prefiero el camino de las azoteas, de casa en casa y de tablón en
tablón.
Por lo menos
así no les veo.
Aunque
tardemos más del doble en llegar, aunque pasemos mucho miedo, aunque nos
rompamos un brazo como Hassan o nos llevemos un pelotazo de goma, como dice mi
madre, tenemos que seguir yendo a la escuela porque es lo que nuestro pueblo
espera de nosotros y porque, además es la época en la que nos ha tocado vivir.
Me
llamo Taliba, tengo once años y vivo en Hebrón, Palestina.
Echaba de menos tus historias bonitas. Bienvenida a tu blog. Esta me ha producido un escalofrío conmovedor. Gracias por seguir escribiendo para tus seguidores y besazo desde Málaga, reina.
ResponderEliminarCualquier día te voy a ver, Holmes.
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