AL OTRO LADO DEL CRISTAL
Dicen que
no, que es imposible.
Que
él no puede ver quién está detrás del cristal.
No
es cierto. Él sabe que yo estoy ahí, frente a él, detrás del cristal. No tengo
la mínima duda. Y si la tuviera, se evaporaría al ver la firmeza desafiante con
que su mandíbula me reta, apuntándome, desde el otro lado.
Me
preguntan si le reconozco como mi agresor, que si se trata de él.
Lo
es. No temo equivocarme. Lo confirma el
temblor irresistible que se ha vuelto a adueñar de mi cuerpo, el sudor de mi
frente y el nudo que me estrangula en la garganta y me impide contestar que sí,
que fueron sus manos las que me arrancaron la ropa, que fueron sus brazos los
que me aplastaron contra el suelo, que fue su cuerpo el que rompió el mio para
siempre.
Asiento
con la cabeza. Él lo descubre, seguro. Se levanta de improviso, tira la silla con
violencia y avanza hacia el vidrio que nos separa. Se para delante,
provocándome, y lanza al aire una carcajada de hiena desde la boca que me desgarró.
Mis ojos ven sus fauces negras, abisales, puntiagudas.
Estoy
a punto de desmayarme.
Los
agentes acuden en mi auxilio. Bebo un sorbo de agua y recobro un hilo de
control.
Pregunto
su nombre.
Suena
normal, como el de un hombre normal. Con esa normalidad del asesino que siempre
sorprende a sus normales vecinos cuando sale de su normal casa con las manos
esposadas.
Me
grabo su normal nombre en mi mente. No lo repetiré en alto jamás. Puede que su
nombre sea un conjuro y que al pronunciar en alto cada sonido, cada sílaba que
lo conforma, él vuelva a hacerse presente y me vuelva a matar.
Cuando
se me indica, saludo agradecida y me voy.
Él
se queda ahí. Solo. Detrás del cristal
Camino
pausada hacia casa. El fresco viento que despide el verano barre las calles y,
poco a poco, esponja de oxígeno y razón mi pobre mente, a la que el miedo
vuelve de corcho.
No
puedo continuar con esta absurda farsa, me digo mientras estrujo la vieja denuncia
con rabia hacia mi misma, hacia el delirio en el que sumerjo cada vez que me
entero de que han detenido a un violador. Me terminarán por conocer en todas
las comisarías de la ciudad, quizá ya sepan quien soy; quizá lo que yo tomo por
cortesía y atenciones no sea sino conmiseración.
Sin
embargo esta noche podré dormir. Da igual que fuera él o no. Han pasado cinco
años y los rostros tras el cristal se superponen y se desdibujan y son ya
demasiados como para que pueda recordar.
Sigo
el camino de regreso con la brisa en la cara y el ánimo sosegado, ajeno a la
angustia y al terror que, por un tiempo, se quedarán al lado del hombre del
otro lado del cristal.
Me deja desasosiego, Esther...qué maravillosamente bien escribes!!!
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