CENICIENTA
La
madre de Daisy murió de repente, cuando la niña sólo tenía cinco años. Sus tías
eran tremendamente pobres, apenas disponían de medios para alimentar a sus
propios hijos, por lo que pidieron al padre de Daisy que se hiciera cargo de la
niña. El padre mandó dinero para el viaje y Daisy aterrizó en Madrid, sola,
asustada y no pudo reconocer en aquel hombre que no se atrevía a abrazarla a su
papá, al de la foto que presidía el salón de su casa de Guayaquil.
Daisy
y su papá comenzaron una nueva vida juntos compartiendo con otra familia un
piso diminuto en el barrio de Tetuán. La otra familia se componía de un
matrimonio con dos hijas de parecida edad a la de Daisy. Desde el primer
momento aquellas niñas y ella no congeniaron. Eran muy diferentes: Daisy era
callada, comprensiva y dulce. Las otras eran caprichosas, egoistonas y muy, muy
envidiosas. Eran el retrato en miniatura de la madre. Por la noche Daisy
lloraba bajito para que su padre no la oyera. Echaba de menos a su mamá, a sus
tías y primos y a su vida en Ecuador.
Una noche la
policía llamó a la puerta de su casa: unos guardias malencarados se llevaron
preso al marido de aquella señora y, poco después, Daisy pudo enterarse que ese
señor tendría que cumplir una larga condena en la cárcel. Drogas, creyó oír.
Al poco
tiempo su padre le dijo que, a partir de aquella noche, pasaría su camita al
cuarto de las otras dos niñas. Él dormiría con la mujer. Le pidió que, a partir
de ese momento, le llamara mamá.
A partir de
entonces, todo cambió para Daisy. Su padre encontró un magnífico trabajo como
camionero. Ganaba mucho dinero recorriendo Europa con su camión, pero pasaba
semanas y semanas lejos de casa. Se iba tranquilo pensando que su pequeña
estaría atendida con cariño y, que pronto empezaría el colegio, que podría
estudiar, tener educación, un buen empleo, quizá una carrera universitaria...se
sentía feliz y esperanzado y, cuando regresaba, lo hacía cargado de regalos:
vestidos, joyas, juguetes. No podía evitarlo: los mejores y más bonitos eran
para su pequeña Daisy, la niña de sus ojos.
La realidad
era muy distinta: cuando el padre volvía a emprender viaje, Daisy era despojada
de todos sus regalos, y comenzaba para ella un calvario de insultos y
vejaciones. La obligaban a hacer todas las tareas de la casa, a servir como
criada a las tres y la amenazaban con tremendas palizas si se atrevía a contar
a su padre lo que ocurría cuando se quedaban solas en casa.
La mujer
tenía totalmente engañado tanto al padre de Daisy como a la vecindad del
barrio, que no lograba comprender del todo cómo aquella niña tan triste,
siempre sucia, siempre mohína, era capaz de amargar la vida a aquella pobre
mujer y sus hijas que se habían hecho cargo de ella. La mujer y sus hijas eran
tres actrices, capaces de engañar a todos.
Llegó el
momento en que Daisy debía empezar el colegio, y fue matriculada en el del
barrio. Ella deseaba que llegara aquel momento, tenía auténticas ganas de
aprender, de cumplir los sueños de su padre. También ella soñaba, quería ser
maestra y volver a su país para enseñar a los niños pobres de allí.
La mujer y
sus hijas se rieron de ella cuando se atrevió a preguntar por la cartera y los
libros.
-
¡Sonsa, sonsa! Tu sitio
está aquí, en la cocina o planchando la ropa. Y con tu beca nos compraremos muchas
cosas lindas. ¡Sonsa, peluda!
Daisy lloró.
Lloró como nunca había llorado. Lloró tanto que se quedó sin lágrimas y,
entonces, pensó que como ya no iba a poder llorar más, mejor era pensar en algo
para poder ir al colegio y llegar a ser maestra. Se secó las últimas lágrimas
y, aprovechando que la habían dejado solita en casa, abrió como pudo la puerta
y salió a la calle.
Fuera
llovía. Buscó a una mujer mayor que tuviera cara de buena y cuando la encontró
no dudó en preguntar:
-
Señora, por favor
¿podría decirme dónde está el colegio?
Fue la
señora Paca, la frutera, la que me trajo a Daisy. Llegaba con los harapos
empapados, terriblemente sucia, flaca y consumida por la fiebre. Sólo sabía
decir su nombre y que quería ser maestra. No pudo decirnos dónde vivía, sólo
que desde la ventana de su cuarto se veía, a lo lejos, la montaña y que su
padre estaba de viaje siempre, con el camión.
Por la noche
fui a verla al centro de acogida. Había algo en aquella niña que me conmovía
profundamente, a pesar de que hacía tiempo que había desarrollado una muralla
que me protegía de la desgracia y que a su vez me permitía trabajar con
eficacia en aquel colegio de barrio pobre, casi marginal, que se había
convertido en lo más importante de mi vida. Daisy me reconoció y se alegró de
verme. Y sólo con mirarnos, firmamos un pacto silencioso en el que yo pasaba a
ser su hado madrino y ella dejó de ser la Cenicienta.
Quince años
nos separan a Daisy y a mí de aquel momento. Ella terminará magisterio el
próximo año y se ha convertido en una linda morenita, esbelta y fuerte como un
junco, que no quiere ser princesa, sino cooperante. A su padre se le cae la
baba mirándola. Ninguno de los dos quiere recordar a la mala mujer y a sus
hijas. Todos los jueves cenamos juntos los tres, unas veces en su casa; otras
en la mía.
Yo soy,
simplemente, quince años más viejo.
Esther, ¡qué magnífica versión de Cenicienta de hoy en día! Hasta encontró príncipe que la rescató, aunque sea 15 años más viejo...
ResponderEliminarA buen seguro a los jóvenes les va a encantar.
Abrazos.
Carmen Marina.
www.carmenmarinarodriguezsantana.blogspot.com
En realidad el trabajador social que la ayuda es más bien su hado madrino, así lo expresa el mismo personaje.
ResponderEliminarHija, es que a mí los príncipes me dan mucho repelús...
Eres genial ¿ lo sabías? Pues ya lo sabes.
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