SOCORRITO
Si le tocaba
la tarde libre, Socorrito se arreglaba con mimo antes de salir de paseo con sus
amigas. Como solía dejar la puerta entornada por si mi madre la requería por
cualquier imprevisto, espiábamos sus idas y venidas frente al espejo al que
había pegado con papel cello una foto de Sarita Montiel. Escudriñaba las
facciones de su ídolo y luego aplicaba sobre su rostro sombras, rimmel y
coloretes, como si los pinceles fueran varitas mágicas capaces de revelar, por
arte de birlibirloque, los hermosos rasgos de la artista ocultos bajo la tosca
faz de nuestra Cenicienta.
Cuando se
daba por satisfecha, llegaba el momento por el que aguardábamos escondidos.
Ella se miraba complacida, su cara reflejada en escorzo en el espejo,
pestañeaba un par de veces, entreabría los labios levemente y cantaba:
—Neeeenaaaaaaaa,
me decía loco de pasióoooon…
Nosotros,
claro está, nos mondábamos de risa cuidando bien de ahogar las carcajadas, no
fuera que mi madre nos descubriera y nos lleváramos una buena regañina del tipo
“Parece mentira que hagáis burla de la pobre Soco, sabiendo cómo es... Tanto
colegio de cura, tanto colegio de monjas para luego esto…”
Su paciencia
se agotó el día que pilló a los mellizos chantajeando a la pobre Soco:
—Soco, si nos enseñas las tetas te damos una revista
en la que sale la Sarita Montiel…
A partir de
ese momento, mi madre blindó a Socorrito. Sólo bastaba una de sus miradas
metálicas para congelar nuestra cuchufleta antes de que brotara.
Por mi madre
y por Sarita Montiel, Socorrito siempre sintió auténtica devoción. En el caso
de mi madre porque, al quedarse Soco sin el amparo de los suyos, la había
rescatado de un destino de “tonta de pueblo”. Sólo por pura bondad, porque en
casa, sin pasar estrecheces, no íbamos precisamente sobrados y además el
sentido de justicia de mis padres se hallaba en las antípodas de esa hipocresía
disfrazada de caridad que se ejercía socialmente con las “chachas” o “el
servicio”. Desconozco el origen del fervor que sentía por la Montiel más allá
de que una prima suya se casó con uno de Campo de Criptana.
En aquellas
mañana gélidas de invierno, ella nos acompañaba al colegio cumpliendo con
lealtad canina el mandamiento de mi madre de “que no se quiten el verdugo,
Soco, que les da otitis y volvemos a tener la noche”.
— ¿Jugamos a fumar, Soco?
Entonces nos
llevábamos el imaginario cigarrillo a la boca y soltábamos el vaho, una y otra
vez, mientras cantábamos “Fumando espero al hombre que más quiero”,
sintiéndonos mayores y sofisticadas. El juego terminó en la pubertad,
lógicamente, cuando ya no llevábamos verdugos de punto picándonos en la cabeza,
ni consentíamos con que ninguna compañía del mundo adulto nos arruinara la
reputación y el cosquilleo en el estómago de presentir la presencia del chico
que nos gustaba.
Lo
sustancial del caso es que crecimos haciendo los deberes bajo su mirada
analfabeta mientras escuchábamos “Peticiones del oyente” :
—Para Socorro Cañas con cariño, de parte de
quien ella sabe…
Y empezaba a
sonar “El Relicario” o “Bésame mucho”, mientras Soco se ponía roja de alegría y
aleteaba, riendo como ave precursora de primavera. Todos sabíamos en casa que
ella misma era quien llamaba a Radio Intercontinental, Madrid y nos hacía
gracia su ocurrencia. Cuando crecimos lo suficiente para alcanzar el teléfono
que presidía la pared del pasillo, nosotros mismos llamábamos al programa, por
darle la sorpresa. Lo hicimos en un par de ocasiones, de parte de Rafa Vallone
o de su amiga Mari Carmen Sevilla.
Todavía
recuerdo su cara de felicidad.
Recuerdos
que vienen y se van mientras conduzco hacia casa de mi madre. Soco me ha
llamado con urgencia: “que se nos ha roto la tele, Ángela, y tu madre va a
querer ver Pasapalabra, verás cómo se va a poner si no funciona…” Mamá lleva
cinco años con la mente secuestrada por el Alzheimer, cuidada con todo el amor
del mundo por su Socorrito, con el mismo cariño y respeto con el que mi madre
la trató durante toda su vida. Cada vez creo más en la justicia poética,
en la cósmica, en aquella que, más allá de la inmediatez humana, equilibra la
balanza de nuestras vidas…
Por eso hoy
ha terminado por fundir la vieja tele. Hoy, que ha muerto Sarita Montiel, para
que me toque a mí darle la triste noticia a Socorrito.
Porque
alguna vez, cuando aún llevaba un verdugo de lana en la cabeza, me burlé de su
ingenuidad.
Así que me
preparo, aprovechando el semáforo en rojo. Volteo levemente el retrovisor para
ver mi rostro aparecer en escorzo. Parpadeo, entreabro los labios y canto:
— Neeenaaaa me decía loco de pasióooooooon…
Preciosa y entrañable historia. Cada vez te salen mejor, jamía.
ResponderEliminarUn beso grande.
:-)) ¿Ves esta sonrisa? Es lo que siempre despiertas en mí, además de una enorme admiración por tu escritura y la forma de afrontar cada tema, que no deja de ser la manera de enfrentarnos a la vida. No cambies nunca y continúa escribiendo textos tan maravillosos como este. Enhorabuena.
ResponderEliminarBesos y un fuerte abrazo
Un cuento muy tierno, Esther, a raíz del cual me pregunto si no existirá realmente esa Socorrito, no sólo en la vida real sino en cada uno de nosotros. Si no fuera por esa parte ingenua que algunos mantenemos, nos convertiríamos en pobres adultos desgraciados.
ResponderEliminarUn abrazo.
Qué lindo homenaje a todos esos seres que acompañaron nuestra infancia y que han dejado ese poso tierno e inocente en nuestros corazones.
ResponderEliminarMi héroe particular era un paisano que devino en 'pistolero' leyendo constantemente novelas de Marcial Lafuente Estefania como nuestro Alonso Quijano con sus libros de caballerías.
Gracias por esa vuelta atrás, Esther
Besinos
Ana Karam