LA VERDADERA
HISTORIA DE LOS REMEDIOS DE FRAY JEROMITO
En
lo alto del monte Piélago, el humilde cenobio resistía, aunque macilento, a los
envites del viento y a las brasas que mandaba el sol.
Fray
Jeromito cuidaba del herbario que abastecía la botica con más empeño que
destreza, puesto que Natura no había compensado sus escasas luces con el
llamado “dedo verde”, ese veleidoso don que permite que algunos elegidos sean
capaces de cultivar rosas en las dunas del desierto. Al contrario, y para
disgusto del resto de la Comunidad, al hermano Jeromito se le morían de pena
hasta los geranios, cuando no la yerbaluisa por anegación o incluso el duro
estragón de puro agotamiento.
El
caso es que el buen frailecico se devanaba y devanaba la sesera buscando
remedios para sus pobres macetillas, penando más por el paupérrimo servicio que
deparaba a sus hermanos que por su propio orgullo. Sobre todo sufría
enormemente por la delicada salud del Abate Sulpicio, la mejor persona que
había conocido sobre la faz de la Tierra. El buen padre llevaba muchas lunas
aquejado del mal del sueño, padeciendo largas noches de vigilia y días de
melancólica apatía. Fray Jeromito veía consumirse el ánimo antaño vivaz de su
mentor y lamentaba enormemente que el anciano hermano boticario no le hubiera
enseñado más de pócimas y sinapismos antes de perder la chaveta para siempre.
Una
tarde de mayo osó Jeromito salir sin compaña por los alrededores con el fin de
airear su mente solazándose en la contemplación de las maravillas con que el
Señor había dotado a la primavera en el monte. Soplaba una leve brisa que mecía
los matojos de brezo pintados de púrpura y la miríada de flores anaranjadas que
tapizaban el suelo. Todo el Piélago olía a la Gloria de Dios y el humilde
fraile sintió tanta paz en su interior que se tumbó entre las flores y, en
sintiendo su sutil esencia por todos los poros de la piel, contempló el ir y
venir de las nubes con sus extrañas formas e incluso el vuelo del águila hasta
sentirse volar con ella…De repente una presencia se interpuso entre él y sus
ensueños e, incorporándose de un salto, se diría que pasó del Paraíso al
Infierno, pues sus ojos soñolientos vieron una vieja negra como una pesadilla y
retorcida como un sarmiento.
―
No tema el buen fraile, pues esta anciana no le hará mal. Sólo vengo a recoger
las flores del monte antes de que el calor las agoste.
Y
en esas sacó de entre las faltriqueras una minúscula guadaña con la que se
aplicó en cortar los gráciles tallos de las flores para formar con ellos
ramilletes.
―
Atienda el hermano: comience por dar al abate, antes de dormir, una infusión
tibia de flores en un cuartillo de agua de manantial y hágale rezar las
oraciones que le enseñó su madre hasta que el sueño le llegue.
Fray
Jeromito, receloso, abrió la boca para preguntar, pero ella le conminó con un
gesto airoso de su retorcido dedo negro.
―
Y cuando el buen Sulpicio recobre el dormir, sólo dígale el fraile que Juana de
Pelahustán no olvida y que le regala su magia tan pura como el Padre Piélago
que nos acoge.
Así
lo hizo y, al pasar dos lunas, el Abate había recuperado el descanso, no así la
sonrisa ni la prestancia de ánimo. Jeromito entonces volvió a escapar de los
desvencijados muros del cenobio, pues sentía de nuevo la presencia de la
anciana que tan buen recado le había proporcionado anteriormente. Efectivamente
la halló, esta vez rebuscando entre los piornos y los berrocales. Buscaba nidos
de víboras.
Cuando
le vio, sacó unas semillas de entre el amasijo de trapos que componían su
atuendo y, entregándoselas, le dijo:
―
Plante el hermano esta simiente en lugar recogido mas soleado. En poco tiempo
verá crecer la planta nombrada como “La Mano del Bien”. Corte y seque las hojas
y componga un sahumerio para el buen abate. Cuando él recobre la pujanza y su
boca vuelva a reír, dígale que Juana de Pelahustán no olvida, y que le dona su
magia, tan pura como el Padre Piélago que nos acoge.
Hizo
Jeromito lo que se le había encomendado y, tal y como había sido previsto, los
sahumerios obraron y la risa del Abate Sulpicio volvió a resonar intramuros.
Tanto bien le hizo que ordenó que todos los monjes se beneficiaran de los
sahumerios tras completas, antes de
recluirse en las celdas, buena costumbre que combinaban con la infusión mágica
de flores. Cuando hubo oportunidad de preguntar sobre las extrañas palabras de
Juana de Pelahustán, el Abate respondió:
―
Existe una magia pura, hermano, la que Naturaleza nos regala desde antaño. Pero
no todos lo entienden, hijo mío. Yo sí, gracias a la Juana, a la que defendí
tiempo atrás…
Pronto
la noticia de las benéficas recetas de Fray Jeromito se propagaron por todo el
feudo, más tarde por todo el reino y llegaron hasta el mismo Papa de Roma.
Desde
entonces se dice que tanto el Papa como los Príncipes de la Iglesia las usan
antes de los cónclaves para que la intercesión del Espíritu Santo les pille con
la mente en blanco antes de decidir.
(Lo
que no sabemos es si oran en agradecimiento a Fray Jeromito y a Juana de
Pelahustán)
Nota: A
finales de los 90, la Junta de Comunidades de Castilla La Mancha y el
Ministerio de Sanidad procedieron a incinerar hasta el exterminio las flores
llamadas “Amapolas naranjas” que poblaban el monte del Piélago, en la Sierra de
san Vicente (Toledo), consideradas altamente tóxicas por ser potentes opiáceos.
La gente de la comarca usaba esas flores para aplacar los nervios y conseguir
que los niños pequeños conciliaran el sueño. Esto es totalmente cierto. La
imaginación de la autora añade que en las ruinas de, Monasterio del Piélago
también se descubrió una plantación de marihuana. ¿O también ocurrió realmente?
Yo también creo, si es que se puede creer en algo, en lo natural, aunque no sea fanático. Supongo que se debe a que en casa siempre hay potingues y ungüentos.
ResponderEliminarEn cuanto al cuento, siempre defenderé las propiedades de tus historias, que alegran el alma y ahuyentan los malos rollos. Eres la maría de la literatura.
Un abrazo.
A quién se le ocurre usar flores del campo para hacer infusiones o cataplasmas... Menudo disparate. Se quema la plantación y a la farmacia a comprar pastillas, hombre. ¿Qué queremos, eh? ¿Hundir a las pobres multinacionales farmacéuticas?
ResponderEliminar:-)
Un relato cohonúo, mari.