Érase que se era una niña muy flaquita y pizpireta a la que todos en la comarca conocían por Mariquilla Arrebañatazas, ya que era tan pobre, tan pobre y pasaba tanta hambre, tanta hambre que, cuando iba a servir a la Casa Grande, no podía evitar beberse los restos de chocolate que quedaban en las tazas de los invitados a merendar.
Mariquilla vivía en una choza de adobe en la ribera del río. Cuidaba de su abuela enferma con gran cariño y trabajaba duro para poder llevarle alimento. Lo mismo remendaba la ropa de los vecinos que llevaba la leche de las granjas al tren o limpiaba las cochiqueras de cualquiera que se lo pidiera. Ella era feliz cuando podía regresar a su humilde hogar con un pedazo de pan para su abuela, o una fruta y mucho más si los centimillos que había recaudado le permitían comprar en la botica cataplasmas o brebajes que aliviaran los dolores de su abuela.
Pero lo que a Mariquilla le entusiasmaba era acercarse a la mimbrera, recoger los mejores tallos y trenzar con ellos cestillos que luego vendía por cuatro perras en el mercado del pueblo. Los cestos de Mariquilla tenían fama en la región por su resistencia y por la belleza de su urdimbre. Decían que no los había mejores para cobijar los huevos de las gallinas o para conservar las cebollas de la huerta. El caso es que nuestra buena niña solía volver feliz de la plaza del mercado, contenta por los elogios que recibía su trabajo y por las moneditas que, a veces, incluso le permitían comprar leche para su abuela.
Una tarde de aquellas en las que regresaba a casa después de vender sus cestos, encontró sentada a la vera del camino a una mujer tan anciana o más que su abuela, vestida con harapos y con el rostro lleno de tristeza.
―Niña querida―le dijo la mujer― ¿podrías socorrer a una hambrienta viejecita?
―Claro que sí, buena mujer. Apóyese en mí que la llevaré a mi casa y le prepararé unas sopitas de ajo para cenar.
―Así lo haría sin duda. Pero mis piernas están tan cansadas que no me permiten caminar.
―Pierda usted cuidado, pues aunque delgadina me vea, fuerte soy. Yo la cargaré en mi espalda hasta allí.
―Te lo agradezco, hijita, pero mis viejos huesos no soportan el relente de la noche que se avecina…
― Yo le arroparé con mi manto. Está raído pero aún abriga.
Y diciendo estas palabras, Mariquilla Arrebañatazas puso sobre los hombros de la viejecita su capa, la cargó sobre su espalda y, con mucha dificultad ambas consiguieron llegar hasta la choza donde la abuela estaba esperando a su nieta.
Pero, al bajarla, héte aquí que la buena viejecita empezó a resplandecer y se convirtió en la dama más hermosa que los ojos de la niña habían contemplado.
― Mariquilla, no soy sino una enviada que quiere agradecer tus desvelos y tu bondad para con los necesitados. Pues has de saber que nuestros ojos ven cómo, tantas veces, te quitas el bocado para dárselo a otros, cómo te matas a trabajar, cómo cuidas a tu abuela…y cómo te contentas con las sobras del chocolate de las señoritas. Por eso, Mariquilla, te digo que esta noche, cuando la luna esté en lo más alto, debes recoger en la mimbrera los tallos más tiernos y tejer con ellos un sombrero. Con él irás siempre ataviada y sólo de ti dependerá el uso que hagas de él.
Y con estas palabras, la dama se evaporó en el aire dejando tras ella el arco iris más luminoso que existir pudiera.
No tardó la niña en seguir las indicaciones que le habían sido dadas y, cuando llegó a la mimbrera, escuchó un cantar que parecía venir de lo más profundo y que decía:
“En la cabeza un sombrero/para el saber verdadero”
Aquella noche Mariquilla tejió sin parar, hasta que los dedos le sangraron, y, a la mañana siguiente salió a servir a la Casa Grande luciendo un bonito sombrero en su cabeza.
Lavó la loza, la secó, fregó los suelos, limpió los corrales y quitó todas las malas yerbas del jardín delantero. Después se lavó bien lavadita, se puso unos guantes y se dispuso a servir la merienda de las señoritas de la casa y sus amistades.
Cuando aquellas damiselas y sus caballeros la vieron aparecer, tan delgadina y tocada con ese sombrerito, no os podéis imaginar las burlas y chanzas que le dedicaron:
― ¿Esta harapienta es la que dices que se rebaña nuestras sobras?
―¡Pero habéis visto que gorrito tan ridículo!
Mariquilla aguantó dignamente y, cuando hubo terminado su labor se retiró de la sala con los ojos anegados por las lágrimas.
Al poco rato se escuchó una trapatiesta terrible en el salón. Acudieron los señores y el servicio y pudieron ver cómo la señorita más pequeña lloraba y pataleaba pues le había desaparecido un dije de oro y brillantes al que tenía gran aprecio. Todos acompañaban el griterío, mientras ponían patas arriba los muebles y los cajones para dar con la joya. En esto que, un pisaverde de aquellos, hijo de un noble caído en desgracia, señaló a Mariquilla y espetó:
―¡Ha sido ella, sin duda!, ¡esa zarrapastrosa! ¡Yo he visto cómo escondía el broche debajo del sombrero!
Por más que Mariquilla defendió su inocencia, todos estuvieron de acuerdo en acusarla, por lo que, en ese momento, llamaron al Sr. Juez para que la encerrara en el calabozo.
El Señor Juez conocía la buena fama de la niña, pero tenía que dar gusto a los señores de la Casa Grande y sus invitados, así que ordenó a Mariquilla que se quitara el sombrero. Pero por más que lo intentaron, ni ella ni nadie fueron capaces de sacarlo de su cabeza.
De repente, sin saber ni cómo ni porqué, el sombrerito se elevó por sí mismo con mucha suavidad y, cuando estuvo en lo alto, cantó el son que la niña había escuchado en la mimbrera:
“En la cabeza un sombrero/para el saber verdadero”
Después planeó sobre la habitación, como si escudriñara desde arriba a los allí presentes y se posó sobre el lechuguino que había acusado a Mariquilla.
El Señor Juez le revisó los ropajes y, en el bolsillo del chaleco, encontró el dije de oro y brillantes robado.
Todos comprendieron lo injusto de su comportamiento y por ello pidieron mil perdones. Entonces el sombrero volvió por sí mismo al lugar que le correspondía y nuestra Mariquilla, por primera vez, pudo degustar, entero, un gran pocillo de chocolate para ella sóla.
Aquella vez fue la primera que el sombrero actuó desvelando la verdad verdadera por más oculta que se hallara. Hubo otras, muchas más, en las fue precisa la intervención de Mariquilla y su sombrero y muchas también las aventuras que corrieron y por las que les fue reconocida una merecida fama.
Sólo puedo deciros que ella continuó tan feliz y afanosa como siempre y que lo único que se le subió a la cabeza fue…
¡el sombrero!
(Y colorín, colorete, por la chimenea se escapó un cohete.)
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