HISTORIAS DE LA PUTA CRISIS 2
CUENTA CONMIGO
“Nunca he tenido mejores amigos que cuando tenía 12 años” dice el alter ego de Stephen King en la película “Cuenta conmigo”, una de mis favoritas. Me viene la frase a la cabeza porque también tres amigos y yo vamos caminando por una senda en busca de algo. Los chicos de la película querían ser los primeros en encontrar un cadáver. En nuestro caso buscamos níscalos. O boletus, o parasoles. Lo que sea. Algo.
En mi caso, los amigos que tenía a los doce años, salvo Laura, a la que oigo charlotear por el móvil detrás de mí, se han convertido en las fotos de unos desconocidos del Facebook que, eso sí, me recuerdan a alguien del pasado. A mis mejores amigos les he ido recolectando a lo largo de mi vida, con sumo cuidado, eligiéndolos sin saber que los elegía, como una cromañona seleccionando las mejores bayas de los arbustos del bosque.
¿Qué lleva a cuatro animales de asfalto, en una serena mañana de sábado, a hozar entre las hojas caídas del bosque, a saltar cercas, vadear arroyos, coronar oteros o rebuscar entre jarales y berrocales?
En nuestro caso, más allá de disfrutar del carnaval de sensaciones al que nos arrastra el estallido del otoño, la que nos lleva y nos trae se llama Beatrice Amicarelli, la Bea, porteña del mismísimo barrio de Belgrano. Un vendaval de ideas; el entusiasmo hecho carne, la quintaesencia de la mujer emprendedora, ese mito, esa leyenda…
Bea me había llamado el viernes al mediodía, justo cuando el fin de semana, sin un céntimo de euro, empezaba a cernir sobre mí su negra sombra.
― Decíme, linda… ¿tenés algún buen plan para el finde?
Bea es adicta a una página web, porlapatilla.com, que informa de todo aquel evento que sale gratis. Esta vez la cosa prometía: en un pueblo de la sierra querían batir un nuevo record Guiness, a saber la mayor caldereta de la historia. Yo conocía aquel lugar. Era un paraíso entre pinos y castaños, una auténtica delicia en otoño. Se lo dije.
― ¿Vos tenés unas botas de goma y un cesto? Porque el año pasado, si recordás, me saqué una pasta cogiendo setas y vendiéndolas al frutero ese tan cool, el que provee a la Casa Real. Y, digo yo, podés decirle al Enrique que se venga y así nos lleva y nos trae con el carro. Y a la Lauris, pobrecilla…
Enrique es un genio. Y posiblemente uno de los tíos más extraños que haya pisado la Tierra. Enrique es pintor, de los que venden cuadros incluso en estos tiempos. Está forrado. Enrique pesa cerca de 120 kilos, está calvo y procura no acercarse a un médico no sea que le diagnostiquen un Asperger. Enrique, lo sé bien, está detrás de todas los encargos de artículos y columnas que me llegan por mail y que me están ayudando a pagar los recibos de este mes. Mejor dicho, el que está detrás es su agente, el mediador que conecta a mi tímido amigo con el mundo de los marchantes. Cuando Pablo me dejó, Enrique usó por primera vez la llave de mi casa, se instaló en el sofá y, durante interminables días, puso ante mí un tazón de caldo. Sin hablarme. Hasta que empecé a comer. Enrique es virgen, lo sé aunque no me lo haya dicho nunca. Posiblemente no le importe, creo, viendo cómo se queda ensimismado absorbiendo por cada poro de su piel el aire limpio con aroma a pino recién lavado.
Y nos queda Laura, la mi Laura. La cabecita loca que está a mi lado desde los tiempos en que ambas éramos fans de los Pecos. Laura, al contrario de Enrique, no concibe la vida sin amor. Amor de tango o de bolero, de los de risas y llantos revueltos y montados en una montaña rusa. Ahora la tenemos en luna llena, enamorada hasta las trancas del amigo de un compañero. Por supuesto, casado.
― Laura, tía, deja el móvil un poquito, ¿no?― le digo, harta de su incesante parloteo― No verías las setas ni aunque te las pusieran delante como a Franco los salmones.
Ella da una carrerilla, me alcanza y me estampa un beso. Se la ve contenta.
―Hemos quedado para mañana. Me invita a comer cordero en Pedraza.
― ¿Y su mujer?
― La va a dejar. De hecho hace mucho que ellos no…en fin, ya sabes.
De sobra lo sé. Como también sé que no vamos a encontrar ni un níscalo ni un parasol. Tampoco boletus, porque para eso hay que subir al castañar y además, los del pueblo han acotado el terreno para que el pastizal que pagan los franceses por las preciadas setas se quede en familia. No les he dado el dato por no quitarles la ilusión.
― Tenemos que ir volviendo, que se nos va a hacer tarde para la caldereta― les advierto. Enrique y Laura me lo agradecen con la mirada. Bea, sin embargo, no está de acuerdo.
― Ché, un momento. No tan deprisa, Charito. No podemos volver con las cestas vacías.
― Ni una seta, querida. No hay ni una seta. ¿No ves que no ha caído ni una gota de agua?
― Pero el bosque es rico, nos ofrece más cosas, no solo setas.
― Tampoco hay moras.
― Ni endrinas.
― ¡Pero mirad a vuestro alrededor, sonsos! ¿no veis las piedras bien cubiertas de musguito? , ¿Vosotros sabéis a cuánto pagan el musgo en el mercadillo de Navidad de la Plaza Mayor?
― Bea, por Dios. ¿Cómo vas a conservar el musgo verde hasta entonces?
― En el congelador. Y si se pone pardo, se riega y reverdece…
― Creo que el musgo está protegido, como el acebo. Además, ¿dónde leñes lo vas a vender?
― En Ebay, tía.
Por la noche volvimos a casa con las cestas llenas de musgo, más dos bolsas de plástico y varios tuppers con caldereta. Al botín había que sumarle tres números de teléfono nuevos en la agenda de Laura y una media cogorza de la que sólo se libraba Enrique, que para eso era el chófer.
Todavía me esperaba una sorpresa. Me la dio mi amigo, al dejarme en el portal, justo cuando iba a cerrar la portezuela del coche.
― Charo, tengo que decirte algo.
― Dispara.
― Creo que tengo novia.
― ¿sí?, ¿tú?, ¿y eso?, ¿dónde la has conocido?
― En internet.
Me eché a temblar. No sé por qué, pero de repente me vi haciendo caldito. Mucho caldito…
(Continuará)
Los trucos de Bea para los tiempos de crisis: Seguro que en alguna señalada ocasión necesitas subirte a unos taconazos de vértigo e impresionar. Si el presupuesto no te da para unos Manolo Blahnik, siempre te queda otra gran marca: “Vittorio y Los Chinos”. No temas que el plasticazo de los zapatos que venden en los chinos arruinen tu noche. Hay una solución. En lugar de las caras y desmerecedoras plantillas, mete entre tu pie y el zapato sendos salvaslips, a poder ser sin alas. Absorberán el sudor de pinrel y te proporcionarán el ansiado confort. De nada.
Genial, Esther, no lo digo porque casi siempre se digan cosas bonitas en los comentarios de los blogs, es que es así.
ResponderEliminarPor cierto, muy ocurrente tu amiga Bea. Me jartao de reír. Besos.
En tus relatos el sentido del humor es muy importante eso me encanta, y los detalles que hablan de las cosas cotidianas o hacen alusión la actualidad o al pasado los hacen más cercanos y como más nuestros, no se si me explico.
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