PABELLÓN C
El celador nos cedió el paso y esperó el gesto del Dr. Carruthers para cerrar el paso al pabellón con una simple pulsación del mando a distancia que colgaba de su cuello sujeto a una cadena. Si ya me había llamado la atención el contraste entre la sordidez decimonónica del hospital y los modernísimos dispositivos de seguridad, aún me sorprendí más cuando me fijé en el rostro del celador, inexpresivo como el de un androide. Me recordaba a alguien, pero por más que me esforzaba rastreando en mi memoria, no conseguía saber a quién.
Y finalmente― prosiguió Carruthers, entramos en el sector P, también llamado de los Casos Perdidos.
― ¿Se refiere a psicópatas, sociópatas, asesinos en serie?
― Ni mucho menos. Estos internos, agente Starling, son víctimas de paradojas.
Un escalofrío recorrió mi espalda.
―¿Ha tratado usted con víctimas de paradojas, agente Starling?
Negué con la cabeza. No terminaba de confiar en el Dr. Carruthers.
Le pedí permiso para mirar por la ventanilla de la celda de la derecha y me lo concedió con una mirada arrogante de conmiseración. No quería ni imaginarme la que me dedicaría si supiera la verdad.
Dentro de la celda vi un hombre de pelo ralo saltando de baldosa en baldosa. No había duda: jugaba a “Quien pisa raya, pisa medalla”
― ¡Ah, el bueno de Mr. Postman! ― dijo Carruthers, esta vez dirigiéndome una mirada fija, exactamente al canalillo― El pobre viajó en el tiempo y mató a su abuelo.
― ¿Y entonces?
― Pues que no ha nacido. Lleva ya más de cuarenta años sin nacer.
Otro escalofrío recorrió mi espalda. El segundo en cinco minutos.
Continuamos recorriendo la galería. De vez en cuando, espantosos alaridos atravesaban las paredes. Otras veces llegaban a nosotros gritos y susurros, como en las películas de Bergman. Incluso, quizá fruto de mi imaginación, me pareció escuchar “Carrusel Deportivo”…
―Asómese, agente― me conminó Carruthers― Es uno de los casos más curiosos de la Institución, quizá el más famoso y digno de estudio.
Un hombre y una mujer, sentados uno frente a otra, discutían acaloradamente.
―Pero, pero… ¿esto qué es?― inquirí asombrada.
― Muy sencillo, querida: Ocurre que el corazón tiene razones que la razón no entiende.
―¿Y no se ponen de acuerdo?
― Jamás.
El tiempo se me iba echando encima. Pronto llegaríamos a la última celda y el doctor a su destino. Me palpé el bolsillo y comprobé que el botón paralizador seguía en su sitio. Él sería mi arma si Carruthers me oponía resistencia. Me lancé:
―Doctor.
―Dígame, agente Starling.
―En realidad no soy agente del FBI, ni pertenezco a la Unidad de Conducta de Quantico, Virginia. Me llamo Virginia Woolf y soy su sustituta en la dirección del Centro.
―¡No es posible Virginia Woolf está muerta!
― Doctor, atiéndame con calma. Por su seguridad, repito, por su seguridad, debe permanecer ingresado en este pabellón.
―¡Yo no soy víctima de ninguna paradoja, señora mía!
― Me temo que sí, doctor. Usted mantiene una relación extramatrimonial con una señorita a la que adora, sentimiento que también dedica a su señora esposa de usted, ¿no es cierto?
― Así es.
―Usted mismo lo admite , así pues, le recuerdo la 3ª Ley Machín de la Paradoja Universal: “No se puede querer a dos mujeres a la vez y no estar loco”.
En aquel momento diez celadores de rostro inexpresivo como androides surgieron de la nada y me ayudaron a recluir al Dr. Carruthers dentro de la celda.
Mi misión había finalizado con éxito. Di las gracias a los celadores y fue al contemplar sus caras idénticas cuando recordé el axioma 70º de la Ley de la Paradoja Universal, “Siempre me voy a enamorar de quien de mí no se enamora” y cuando supe a quién me recordaba la cara de androide de los celadores: A Camilo Sesto.
Un tercer escalofrío recorrió mi espalda.
Me había vuelto a acatarrar.
(Aquí el Dr. Carruthers, el gran Bela Lugosi)