PERSIGUIENDO
SOMBRAS (POR LA CALLE LA RÚA)
La mayoría de los recuerdos que
guardo de mi primera infancia tienen como escenario Cetina, el pueblo de mi
madre, a orillas del Jalón, donde pasaba largas temporadas en casa de mis
abuelos, bien cuidada y bien querida por una familia grande en número y
corazón que compartía casa en la calle
La Rúa. Era la principal ventaja de ser la primera hija, nieta y sobrina en
aquella época, la del “Baby-Boom”, en la
que una mujer debía criar tres hijos en cuatro años con un marido ausente,
secuestrado por las horas extras y el sudor de su frente para sacar adelante al
clan.
Así pues, mi madre me enviaba a
Cetina en cuanto llegaba el buen tiempo y yo montaba en el tren, feliz,
sabiendo que en Alcalá de Henares algún vendedor me daría por la ventanilla una
bolsa de almendras garrapiñadas, que en Somaén veríamos la cueva del Lobo Feroz
y que al llegar a la estación de Ariza quizá estuviera el tío Pascual, con su
uniforme de factor ferroviario, para decirnos adiós con la mano.
El centro del Universo, en
aquellos tiempos, era la casa, y sus
límites quedaban determinados por el dedo inflexible de mi abuela y siempre
dentro de la calle la Rúa: al Norte, por la tienda del señor Jesús en la que mi
tía Sarita despachaba con gran salero desde velos para ir a misa hasta congrio
salado; al sur, con la casa de la tía Pabla, la mejor vecina de los abuelos; al
este con el horno del Candidín y los aromas que se revelaban de sus puertas
abiertas: levadura, pan, madalenas, tortas…y al oeste con la acera de enfrente.
Fuera de esos límites yo no podía andar sola porque era muy pequeñita y una
caballería me podía dar una coz; o porque podía caerme en una acequia, como le
pasó una vez a mi madre; o porque me podía llevar el gavilán… o quizás los
gitanos.
No recuerdo ninguna necesidad de
traspasar aquellas fronteras. En casa jugaba con la Tula o con los pollicos, me
deslizaba por el “resbalaculos”, un tobogán enlosado entre el pasamanos y la
pared; me subía al desván, me disfrazaba con la vieja ropa de los arcones y
buscaba los rayos del sol que se dibujaban entre el polvo intentando que me
iluminaran como a las santitas y las vírgenes de los devocionarios de las tías
viejecitas. Contemplaba con asombro el mundo de los mayores: el de mi abuelo
atendiendo a sus pacientes en la consulta (ese olor al alcohol, esas
jeringuillas hirviendo en las bandejas…) el de la luz frágil de las lamparillas
alrededor de la foto del tío Bautista, joven y muerto, y los susurros tristes
de las tías viejecitas (“Se lo llevaron a Zaragoza y cuando fuimos a llevarle
comida nos dijeron que nos fuéramos y no volviéramos, que ya lo habían
fusilado) y la alegría adolescente de las otras tías, las que me sacaban de
paseo hasta la estación y me enseñaban canciones del “Tubo Dinámico”…
Hubo una vez. Una vez desobedecí,
pero no me acuerdo. El episodio me ha sido narrado tantas veces que he debido
crear lo que llaman un “recuerdo elaborado” del que mi memoria solo es
responsable de un sentimiento de alborozo. Nada más. Pero me cuentan que una
vez llegaron los titiriteros al pueblo y todos acudimos a la plaza con nuestras
sillas para ver la función. Me dicen que, al terminar y en un descuido de quien
fuera, salí corriendo a casa, cogí unas cacerolas, recluté a otros críos y
salimos detrás de ellos, haciendo todo el ruido posible. Cuando mi abuela se
enteró “Señora Anuncia, que he visto a su nieta detrás de los titiriteros” y
salieron en tromba en mi rescate, me encontraron en las Eras, subida en una mesa
y cantando y bailando “Cheri te quiero/ay Cheri yo te adoro/como la salsa del
pomodoro” ante el regocijo general.
Lo que sí tengo bien presente
como una de las causas de mi fascinación por cierto mundo del que forman parte otras
realidades, escenarios y personajes (Peter Pan, sin ir más lejos), lo que evoco en ocasiones como perteneciente
a aquellos días lentos en la calle La Rúa, son las sombras y sus misterios.
La más contumaz era la mía. Mi
propia sombra, pesadísima, siempre pegada a mis pies, que me imitaba, que se
empeñaba en hacer lo que yo hacía, sin ningún respeto, burlándose de mí: si yo
levantaba una mano, ella también. Más larga y más negra. Si pegaba al cuerpo
brazos y piernas, ella hacía lo mismo y se convertía en otra cosa. ¡Cuántas
veces traté de librarme de mi sombra de todas las maneras posibles y no hubo
manera! Ocurría igual con la Luna, que siempre me miraba y que me perseguía una
y otra vez, calle arriba y calle abajo. La sombra de la Tula, no perdiguera
como ella porque no tenía manchas; la sombra de la casa de enfrente, fresquita
para jugar dentro de ella; el juego del pilla-pilla pero con sombras en lugar
de amigos, el de caminar por el borde de la sombra de la tapia de adobe e ir
pisando las de los pájaros que estaban posados allí, en lo alto, cazados sin
ellos saberlo, como los que cazaba el abuelo pero sin el cuello doblado en
ángulo extraño…
La calle La Rúa perdía su mundo
de sombras por la noche, cuando era conquistado y vencido por las mujeres y los
niños, que tomaban las aceras con sus sillas mientras los hombres arreglaban el
mundo en la taberna. Las sombras eran sustituidas por la palabra: anécdotas,
chismes, cantares y cuentos. Muchos cuentos. Inolvidable el zurrón que cantaba,
las flores de Alejandría panal de amores y los higadicos que robaron de la
santa sepultura…
Y era entonces, cuando comenzaban
a picarme los ojos y mi abuela me acogía en su regazo suave y tibio como las
madalenas del Candidín, cuando el mundo se dormía en paz. Cuando yo me duermo
en paz, recordándola, tantas veces…